«Escojo creerte»

photo-1461601462549-b78477faef93

viernes, 19 de agosto, 2016

Hace más de veinte años, yo enseñaba composición en ingles en una universidad pequeña.  En aquel entonces, antes de las búsquedas de Google y los programas informáticos para determinar si un estudiante había plagiado, era bastante difícil atrapar a estudiantes que habían copiado pasajes de otros autores.  A veces yo leía un ensayo y pensaba que la manera de escribir en algunas partes no encajaba con el resto del ensayo o que el lenguaje del texto no parecía apropiado para el nivel o la voz del estudiante.  Pero al menos que yo (o un colega) hubiera recibido otro ensayo exactamente lo mismo o que el estudiante hubiera plagiado de un texto muy conocido, no era manera de comprobar que hubiera hecho trampa.

La verdad es que no pasaba mucho tiempo preocupándome por el plagio o intentando atrapar a los estudiantes haciéndolo.  Incluso cuando parecía probable que un estudiante hubiera copiado el trabajo de otro, no me apetecía ir a la biblioteca y pasar horas buscando algo que probablemente no encontraría.  Además, no tenía ganas de hacer un gran esfuerzo para castigar a alguien; siempre he pensado que muchos de los que hacen trampa sufren las consecuencias—tal vez no en el momento, pero más tarde.  Los estudiantes que no aprendían a escribir llegarían a un punto en el que necesitara escribir algo que era imposible plagiar.

Pero tenía colegas que no compartía mi perspectiva.  Me acuerdo en particular de una colega que pasaba horas en la biblioteca intentando encontrar evidencia que demostrara que algunos de sus estudiantes habían plagiado.  Yo siempre me sentía apenada por ella; me parecía triste que invirtiera tanta energía en un esfuerzo tan adversario.  Por supuesto, se podría decir que ella tenía toda la razón, dado los reportes de cuantos estudiantes hacen trampa.  Pero en mi opinión tener una perspectiva tan negativa sobre mis estudiantes y buscar lo malo en ellos en vez de lo bueno me impediría en un nivel personal y profesional.  Yo escogía creerlos y ver lo bueno en ellos, al menos que fuera obvio que habían hecho algo incorrecto.

He pensando mucho en esa experiencia enseñando en mi trabajo actual con los pobres.  Muchos que trabajan con personas necesitadas piensan como mi antigua colega con sus estudiantes.  Es decir, sospechan de todos.  Sí, a veces es obvio que una persona está engañándonos.  Pero estos trabajadores presumen que todos están mintiendo, o intentando aprovecharse de nosotros, o usando un pretexto falso para pedir algo que no necesitan.  Y, como mi colega en la universidad que sospechaba que todos estaban plagiando, se esfuerzan para encontrar evidencia de mentiras o engaños.  Interrogan a los clientes, esperando atraparlos en mentiras; rechazan sin más trámite sus razones para pedir excepciones; nunca dan nada a una persona que no tiene documentos para respaldar lo que dicen.

Es posible que la posición de estos trabajadores sea más lógica que la mía.  Pero me parece que su actitud les impide realmente servir y amar totalmente.  Hay una distancia, un cinismo en sus interacciones con los que sirven.  Yo no podría trabajar así; no podría vivir así.  Quiero ver lo bueno en los demás y quiero tener fe en ellos hasta que no me den razones concretas para no creerlos.  Para mí las consecuencias de posiblemente creer una mentira son menos serias que las de perder la confianza en los que ayudamos.  Una vez un cliente me preguntó, «¿Cómo sabes que no estoy mintiendo?»  La respuesta, por supuesto, es que no lo sé, pero «escojo creerte».

«Escojo creerte».  Un salto de fe.  Por supuesto va a haber los que me mienten y los que dirían que se están aprovechando de mí.  Pero si el propósito de mi servicio es servir al Señor, tal vez mi decisión de creer incluso a los que están mintiendo es parte de mi servicio.  En algún momento, es posible que mi determinación de ver lo bueno en ellos los anime a verlo también, e intentar transformarse.  Escojo creerlos para que puedan empezar a creer en ellos mismos.

Foto: Unsplash.com/Redd Angelo