sábado, 27 de febrero, 2016
Hace una semana un episodio de violencia nos asustó a todos en nuestra agencia benéfica. Un cliente atacó a un trabajador, y aunque estuvimos aliviados que no lo lastimara gravemente, nos dimos cuenta que la situación podría haber sido muy seria. Empezamos a hablar de algo en lo todos habíamos pensado, aunque con cierta reticencia y sin hacer nada en concreto: nuestra seguridad. Tenemos algunas medidas de seguridad que hemos establecido durante los años—la puerta del área de recepción al exterior se mantiene cerrada con llave para que nadie pueda entrar sin que un trabajador la abra; sólo permitimos un número limitado de clientes en el edificio a la vez—pero este incidente nos demostró que necesitamos hacer mas.
El tema de la seguridad en nuestra sociedad es muy incómodo, por un lado, y cada vez más importante por otro. Hemos visto muchos actos de violencia en diversos lugares en los EEUU—escuelas, centros comerciales, lugares de culto y de trabajo. Pensar constantemente en estos eventos nos paralizaría en nuestras vidas cotidianas, y mantener nuestra salud mental requiere que no nos obsesionemos mientras intentamos seguir adelante. Pero es imposible no notar las medidas de seguridad que se están implementando por muchas instituciones, y hemos adaptado nuestras vidas para minimizar nuestro riesgo en muchos contextos. Podemos discutir los detalles—¿de verdad necesitamos pasar por un detector de metal en eventos de deportes universitario? ¿deberíamos tener que tirar una botella de agua antes de abordar un avión? –pero nadie da por sentada la seguridad hoy en día.
Pero como cristianos, hay implicaciones específicas de cómo pensamos en nuestra protección. Por encima de todo, confiamos en el Señor, y sabemos que él nos cuida en todo momento. ¿Por qué, entonces, pensar más en como fortalecer nuestra seguridad? Me acuerdo de una conversación que tuve con un antiguo director de nuestra organización. Después de que una clienta agresiva entró en el edificio y se acercó a una consejera, le mencioné al director que otros miembros del personal deberían haberla respaldado inmediatamente. Él no estaba de acuerdo. «Ella puede cuidarse», me dijo. «De todos modos, Dios no ha permitido que nada malo nos pasara aquí en más de cuarenta años; el Señor nos tiene protegidos.» (Afortunadamente, otros directores y trabajadores han sido más prácticos—ahora siempre hay alguien que le respalda a una persona en un encuentro difícil.)
Obviamente, esta perspectiva es muy problemática en sus implicaciones. Todos sabemos que cosas malas pasan a la gente buena. Aunque sea tentador (y común a veces) pensar, como los amigos de Job, que los que sufren lo merecen, entendemos que esto es equivocado. Enfocándonos más específicamente en casos de violencia en organizaciones cristianas, parece casi impensable. Ninguna persona en su sano juicio diría que el tiroteo del año pasado en la iglesia Emanuel AME en Charleston, Carolina del Sur, pasara porque Dios no quisiera proteger a los que fueran asesinados. Y también había algo de soberbia en la proclamación que Dios no había permitido que algo nos pasara. Como si fuéramos más amados por Dios o tuviera más fe que otras agencias, muchas de las cuales han experimentado actos de violencia y usan guardias de seguridad.
Al mismo tiempo, a pesar de los problemas en la declaración de ese anterior director, recordar su comentario a la luz de nuestro episodio reciente de violencia me ha hecho pensar en la intersección de nuestra fe y el tomar medidas fuertes para protegernos. No estamos diciendo, por supuesto, que al protegernos del peligro no confiemos en Dios, pero al mismo tiempo hay un riesgo de confiar demasiado en nosotros mismos. No deberíamos perder nuestra fe en la soberanía de Dios; no podemos pensar que con seguridad de este mundo no necesitemos la protección del Señor también. Es posible contratar a guardias, poner alarmas, y hacer cumplir reglas estrictas, pero se puede evitar todo riesgo. Si queremos servir, nos arriesgamos. Nuestra seguridad en la protección de nuestro Señor no es, en última instancia, una garantía de que nada malo nos pase. Es una seguridad que Él está con nosotros en todo.
Foto: Por Michael Bowman [dominio público], vía Wikimedia Commons (memorial en la iglesia Emanuel AME en Charleston, Carolina del Sur al tiroteo el 17 de junio de 2015)