«Ningún lugar adonde ir»

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jueves, 21 de julio, 2016

Es una frase que escuchamos muy a menudo en nuestra agencia benéfica.  A veces, cuando le decimos a un cliente que va a tener que esperar para servicios, nos responde: «No hay problema; no tengo ningún lugar adonde ir».  En otras ocasiones, hay clientes que tienen mucha prisa, y alguien entre los voluntarios o personal comenta, «No es como si tuviera adonde ir».  Obviamente las dos interacciones tienen un tenor muy diferente: en la primera, el cliente está siendo amable, y yo por lo menos aprecio su impulso de tranquilizarme.  En la segunda, el trabajador normalmente está frustrado con lo que percibe como una «actitud inapropiada»: está persona me está pidiendo ayuda, piensa, ¿qué derecho tiene de apurarme?  En los dos casos, sin embargo, los que trabajan con los pobres suelen hacer suposiciones basadas en prejuicios y percepciones negativas hacia los necesitados.

Cuando clientes nos dicen que no tienen ningún lugar adonde ir, generalmente no nos molesta; es un alivio enorme no tener que anticipar reacciones enojadas y peleas con otros clientes por su lugar en la fila de los esperando servicios.  Pero hay momentos en que algunos trabajadores se frustran al ver a clientes sentados en los bancos en nuestro jardín, sin nada más que hacer en ese momento.  La nuestra es una sociedad que valora la ambición, tener los objetivos de la vida, avanzar.  ¿Esta persona no tiene metas, no quiere mejorarse lo que nos parece una vida muy deficiente?  Pensamos en la pereza, en la falta de interés en hacer algo productivo, en la pérdida del poco tiempo que tenemos en la vida.

Hay varios problemas con esta manera de pensar.  Primero, hay contradicciones entre las maneras de la que hablamos de los ricos y los pobres que parecen contentos con ser en un momento dado, sin algo específico que hacer.  Para los ricos, esa actitud es positiva; «están viviendo en el momento», apreciando lo que está a su alrededor y interactuando con los demás sin prisa.  Los pobres en esta posición, en contraste, se ven como vagos, personas que deberían estar haciendo algo útil.  ¿Pero no es positivo que una persona pobre disfrute de los en su entorno?  Por supuesto que sí, y sin embargo tenemos un doble rasero cuando se trata de los pobres y los ricos.  Además, ¿por qué presumimos que alguien que parece contento en el momento «no hace nada»?  ¿No es escuchar a otra persona o esperar una cita con paciencia «haciendo algo»?  Es la verdad que no tiene un beneficio económico, pero es algo importante y valioso.  Entendemos esto cuando pensamos en los ricos aunque no cuando se trata de los pobres.

¿Pero qué significa cuando, en contraste, una persona pobre parece tener prisa y nos ponemos fastidiados, presumiendo que no tiene derecho de estar impaciente porque no tiene adonde ir?  Esto también demuestra nuestros prejuicios en contra de los pobres.  Suponemos que sus vidas no tienen las mismas exigencias que las nuestras: citas con doctores, hijos que necesitan llegar a la escuela a una hora en un momento determinado.  De hecho, muchos de nuestros clientes no sólo tienen lugares importantes adonde ir sino también sufren más que personas privilegiadas cuando no llegan a tiempo.  En sus trabajos mal pagados, con frecuencia hay consecuencias severas por tardanza; clínicas públicas suelen ser menos indulgentes con sus pacientes que los consultorios de doctores privados.  Nuestros clientes recién salidos de la cárcel tienen oficiales de libertad condicional; los con adicciones con frecuencia tienen consejeros o participan en programas obligatorios.  Faltar a estas obligaciones puede costarles su libertad.

«Ningún lugar adonde ir»: normalmente pensamos que suena negativo.  Pero en el contexto de servir, hay que cuestionar las presuposiciones que tenemos sobre objetivos y propósito.  Incluso se podría decir que para los servidores, nosotros que ayudamos a los necesitados, puede servir como un propósito en sí mismo.  Estoy aquí en este momento para ayudar, servir, escuchar, y mientras trabajo sólo me enfoco en este lugar.  No tengo adonde ir—ningún otro lugar en el que preferiría estar.

Foto: Ian Paterson [CC BY-SA 2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0)%5D, vía Wikimedia Commons

Reglas y excepciones, parte 2: «No se lo digas a nadie»

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domingo, 3 de julio, 2016

Tal vez parezca una contradicción, pero en la agencia benéfica en la que trabajo, algunas excepciones a las reglas son más excepcionales que otras.  Como exploramos en la entrada anterior, aunque tenemos reglas que seguimos por lo general, hacemos excepciones cuando las circunstancias lo ameritan.  Normalmente, se trata de algo bastante sencillo: a un cliente le falta un documento necesario, por ejemplo, o alguien llega antes de la fecha en la que tenga derecho a recibir un servicio.  Pero de vez en cuando, la situación—y la excepción que hacemos—es singular.

Alguna vez, por ejemplo, un músico nos pidió que lo ayudáramos con pagar su instrumento.  Tenemos un programa para ayudar a clientes que acaban de ser contratados con las herramientas necesarias para sus trabajos, pero normalmente son cosas como botas con punta de acero o accesorios de soldadura.  Además, requerimos una carta del empleador verificando el estado laboral del cliente.  Un músico, en contraste, normalmente es un trabajador independiente.  Sin embargo, su caso encajaba con el propósito de nuestro programa: su instrumento era su herramienta del trabajo.  Hicimos una excepción, pero le despedimos con una petición que hacemos en estas situaciones: «No se lo digas a nadie».

Es una frase extraña, pero en casos de estas «excepciones excepcionales», es nuestra solicitud: «No se lo digas a nadie».  Pero es algo que, por lo menos para mí, suena raro.  ¿Por qué? ¿No va en contra de nuestra misión de servir al Señor abiertamente y con orgullo?  En algún sentido, sí—es problemático que no queramos dar a conocer nuestra ayuda en casos así.  Pero hay razones prácticas y muy importantes para no anunciarlo—y estas consideraciones revelan algunas dificultades y dilemas inherentes a nuestro trabajo de ayudar a los pobres y necesitados.

Primero, en comunidades pobres—sobre todo entre los sin techo—corre la voz muy rápido sobre dónde se puede encontrar ayuda y qué tipo.  Es comprensible y admirable; la gente quiere apoyarse entre sí, y desean compartir información relevante.  Me acuerdo de un cliente que, después de vivir una vida relativamente cómoda, se quedó discapacitado y pobre.  Me explicó que, después de mudarse a un apartamento barato, sus vecinos lo habían ofrecido ayuda en cómo encontrar servicios importantes, como los que ofrecemos en nuestra agencia.

Pero este fenómeno nos presenta con un dilema: tenemos recursos limitados, y si gastamos demasiado en servicios típicos—por no mencionar las excepciones—vamos a tener problemas.  Otras agencias en nuestra ciudad, de hecho, han empezado a poner límites concretos sobre algunos servicios; sólo ayudan con diez actas de nacimiento por mes, por ejemplo.  No tenemos restricciones así, pero nos preocupamos, como todos en el sector sin fines de lucro, por nuestros gastos.  En el caso de una excepción muy específica, sabemos que no es probable que alguien llegue con exactamente la misma situación, pero puede que otra persona piensa que estamos abiertos por lo general a muchas «excepciones excepcionales».  Y la realidad es que aunque quisiéramos, no podríamos ayudar en muchos casos así.

Además, tomar decisiones sobre hacer excepciones en estos casos muy particulares es un asunto aun más subjetivo que en los casos de las excepciones más comunes (que consideramos en la entrada anterior).  Depende de muchos factores, y no siempre es justo que le concedamos una excepción a una persona y no a otra.  ¿Cómo podemos explicar algo así cuando ni siquiera tenemos una justificación totalmente clara?  Hay que tomar decisiones en el momento, y muchas veces algo inexpresable nos guía.

«No se lo digas a nadie»: puede sonar problemático, exclusivo o incluso cínica, pero al mismo tiempo se podría interpretar la frase como una admisión positiva.  Tu caso es único—como todos—y queremos darte ayuda personal.  Vamos a hacerlo también con la próxima persona que llegue, pero entendiendo sus circunstancias no en términos de las tuyas sino en el contexto de su propia situación.  Si actuamos así con todos, aunque no seamos justos o igualitarios todo el tiempo, por lo menos seremos compasivos.

Foto: freeimages.com/Arkadiusz Szymczak

 

Reglas y excepciones, parte 1: Un equilibrio imperfecto

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jueves, 30 de junio, 2016

Como cualquier agencia de caridad, la organización en la que trabajo tiene reglas que nos guían en nuestro servicio a los pobres.  Algunos nos son impuestos por otras organizaciones, como es el caso cuando ayudamos con documentos del gobierno; otros son particulares a nuestra agencia, como los límites en cuantas veces una persona puede recibir un servicio (ropa, comida, pases de autobús).  Como he explorado en entradas previas, muchos dilemas surgen de la necesidad de tener y seguir reglas en un ámbito cristiano, en el que queremos ofrecer ayuda sin restricciones al mismo tiempo que sabemos que necesitamos mantenernos dentro de nuestros límites presupuestados.  Día tras día, hay que negarles a varios clientes servicios por causa de las reglas, y es difícil; a la mayoría de la gente que trabaja en servir a los pobres y los necesitados no le gusta decir «no».  En algunos casos, la pena que siento y el dolor o la decepción que estos clientes se queden conmigo por mucho tiempo.  Pero las reglas son las reglas, ¿no?

La realidad no resulta tan fácil.  Aunque los que trabajamos con los pobres y los necesitados empiecen pensando que siempre vamos a seguir las reglas, aprendemos muy rápido que trabajar con seres humanos en situaciones de crisis trata de muchas circunstancias que parecen únicas.  No es que las reglas no apliquen sino que algo nos anima a hacer excepciones.  Y entonces, las hacemos en varios casos, porque nuestro propósito es servir al Señor y a veces esto se antepone a las reglas.

Baste dar algunos ejemplos sencillos para entender esta interacción entre reglas y excepciones.  Los clientes sólo pueden recibir ropa o artículos de higiene una vez durante en un periodo determinado (de un mes o de varios meses, dependiendo de sus circunstancias particulares).  Claro, ¿no?  Pero entonces nos encontramos con clientes que llegan antes de que les toque recibir un servicio pero que lo necesitan por alguna razón particular.  Un hombre viviendo en la calle que nos dice que se le ha robado toda su ropa; no tiene nada más de algunos artículos sucios que tiene puestos.  O una mujer que vive en un refugio y que tiene una entrevista para un trabajo y necesita desesperadamente jabón y champú para arreglarse.  O una persona que necesita un pase de autobús para ir a una cita con el doctor pero no tiene recordatorio de su cita para mostrarnos.  Bajo nuestras reglas, necesitamos verificar la cita, pero es obvio que tiene un problema médica y debería visitar una clínica.  Muchos trabajadores hacemos excepciones bajo estos tipos de circunstancias.

El problema es que los casos en los que determinamos que se merecen excepciones son, con frecuencia, no tan excepcionales.  Para una persona que no trabaja con los sin techo, tal vez parezca un incidente poco común que sean robados de un robo de todas sus pertenencias.  Desafortunadamente, les pasa mucho a nuestros clientes.  Muchos doctores y clínicas que trabajan con los de bajos recursos están muy ocupados y no les dan recordatorios para citas, o incluso mandan a la gente a un centro de cuidado urgente que solo proveen servicios sin cita.

Nuestro trabajo, entonces, implica un equilibrio entre reglas y excepciones.  Pero desde luego es un asunto subjetivo y a veces arbitrario.  Una excepción le puede parecer merecida a un trabajador pero no a otro.  No hay líneas claras entre situaciones en las que deberíamos seguir las reglas, aunque una persona tenga un problema grave, y casos en que las circunstancias prevalecen sobre las reglas.  Y el dilema: si hacemos una excepción para una persona, ¿deberíamos hacer lo mismo para otra en circunstancias similares?  ¿Hay un punto en el que, después de derogar una regla en muchos casos, la regla ya no tenga significado?  Obviamente las respuestas dependen de la persona haciendo estas decisiones.

Para mí, se trata de una paradoja extraña: intento hacer excepciones de una manera justa y uniforme–básicamente, tengo reglas para mis excepciones.  Por ejemplo, si permito que una persona sin los documentos correctos reciba un pase para ir al doctor en un caso de una enfermedad grave, lo hago en otros casos similares.  Trato de hacer decisiones sobre las excepciones basadas en las circunstancias mismas y no porque una persona sea más educada que otra o hable con más emoción de su situación.  Pero sé que es imposible seguir esta estrategia todo el tiempo, que mis decisiones sobre excepciones son arbitrarias a veces.  No podemos hacer nuestro trabajo sin mantener este equilibrio entre reglas y excepciones, pero hay que reconocer que siempre va a ser un equilibrio imperfecto.

Foto: Por Juanma Pérez Rabasco de Barcelona, España (Enjoy the rules [«Disfruta de las reglas»] Cargado por sporti) [CC BY 2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)%5D, vía Wikimedia Commons

Los problemas con «una mano no una limosna»

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sábado, 4 de junio, 2016

Recientemente tuve una conversación con una colega sobre nuestros esfuerzos a recaudar fondos para nuestra agencia benéfica.  Ella me indicó que pensaba que públicamente deberíamos hacer más hincapié en nuestros esfuerzos a ayudar a personas que están buscando trabajo.  Ella sabe que sólo es una parte pequeña de lo que hacemos—ayudamos con comida, ropa, tarjetas de identificación, actas de nacimiento—pero ella consideraba que nuestros donantes estarían más dispuestos a contribuir a los que quieren cambiar sus situaciones en vez de a los que se enfocan en sobrevivir y van a necesitar nuestros servicios indefinidamente.  Los donantes, me dijo, quieren que les demos a los clientes «una mano no una limosna».

Se escucha esta frase con mucha frecuencia en conversaciones sobre las organizaciones benéficas, en comentarios sobre programas para ayudar a los pobres, en discursos de líderes cristianos, incluso entre voluntarios en agencias de caridad como la nuestra: «una mano no una limosna».  Suena bien en la superficie; pero si la consideramos en profundidad, descubrimos algunos problemas fundamentales e implicaciones dañinos.  «Una mano no una limosna» no es una filosofía positiva para ayudar a los marginados sino una frase que permite que los que declaran su compasión para los necesitados eviten dedicarse completamente a la caridad.  Escondiéndose detrás de esta frase, mucha gente que dicen que quieren ayudar a los pobres promueven «soluciones» arrogantes, mal informados, insensibles, y sentenciosas.

Hay que decir, para que no se me malinterprete, que por supuesto no tengo ningún problema con ofrecer «una mano» a una persona necesitada.  En la frase ya mencionada, significa ayudar a alguien para que pueda cambiar su vida y, en efecto, vivir sin necesitar más apoyo.  Tenemos muchos programas en nuestra agencia que tiene este objetivo.  Por ejemplo, si una persona tiene un trabajo nuevo, la ayudamos con transporte al lugar de trabajo hasta que reciba su primer pago; la idea es que la ofrecemos ayuda que le permite ganar dinero y, la próxima vez (por lo menos en teoría) la persona puede gastar su propio dinero en transporte.

Pero el problema en la frase «una mano no una limosna» es que represente una dicotomía, y los que lo usan normalmente pone mucho énfasis en la parte de «no una limosna».  Es decir, sólo apoyan esfuerzos para crear autosuficiencia, acciones basadas en «esta vez te ayudamos, la próxima lo haces tú».  Están en contra de dar «limosnas» porque, según esta perspectiva, lleva a dependencia, a pereza, a la sensación de que se tiene derecho a algo.  Por ejemplo, se opondrían a que les demos comida a las mismas personas, semana tras semana.  ¡No están ayudando! nos critican.  ¡Solo son limosnas!

Hay muchos problemas serios con esta crítica de dar «limosnas» en el sentido de ayudar a los que regresan regularmente, a los que van a necesitar apoyo indefinidamente, y incluso a los que van a «depender de» o «esperar» nuestra ayuda.  Primero que nada, no es una perspectiva cristiana.  De hecho, va en contra de los principios de Jesús de dar sin ningunas condiciones, sin juzgar o distinguir entre los tipos de peticionarios.  Su mandamiento «al que te pida, dale» (Mateo 5:42) es sencillo y claro.  La gente que quiere defender «una mano no una limosna» pueden recurrir a otros argumentos—es impráctico ayudar sin límites, alguna gente no va a buscar trabajo si reciben lo que necesitan, necesitamos romper el ciclo de la pobreza—pero no se puede decir que sea una perspectiva cristiana.

También es una actitud condescendiente.  En inglés, la frase tiene unas connotaciones específicas: a hand up, que sugiere que la persona que da apoyo está por encima de la otra persona y le ayuda a levantarse a su nivel, en contraste con a handout, que implica que las dos personas están en el mismo nivel.  Obviamente, esta perspectiva es arrogante, presumiendo que el objetivo para la gente pobre es transformarla en copias de nosotros.  Esta idea de que sepamos lo que es mejor para otra persona es paternalista pero desafortunadamente bastante común.  En vez de esto, deberíamos estar abiertos a los deseos y las opiniones de los demás, incluso cuando son diferentes de los nuestros.

Además, aunque hay personas que sólo necesitan ayuda una vez y después se hacen autosuficientes, muchas personas en situaciones de necesidad van a necesitar ayuda muchas veces o a lo largo de sus vidas.  Puede que padezcan enfermedades mentales, o no tengan oportunidades para conseguir trabajo, o tengan miedo de vivir de otra manera, o simplemente no quieran cambiar.  La mantra de «una mano no una limosna» sugiere que la respuesta es negarles ayuda para forzarles a cambiar.  Los que trabajamos con los pobres y necesitados sabemos que esto no funciona; sólo hace que muchos no reciban ni siquiera las necesidades básicas.  Es posible que algunos que creen que no hay que dar limosnas estén dispuestos a aceptar esta cruel realidad, pero para nosotros, es inaceptable negarles ayuda.

Finalmente, hay que reconocer que «una mano no una limosna» es, en muchos casos, un pretexto.  El público no quiere esforzarse para ayudar a los pobres y los marginados, pero no lo quiere admitir.  No nos engañemos.  Es claro lo que debemos hacer si queremos seguir a Jesús, si realmente queremos amar a nuestro prójimo.  Ninguna frase popular—aunque suene bien, aunque nos haga sentirnos superiores, aunque parezca fácil—cambia Su mensaje.

Foto: Alexander Lam vía Unsplash

Esperanza versus realismo, parte 2: «Insensatos por causa de Cristo»

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viernes, 27 de mayo, 2016

Como exploramos en la entrada anterior, en cualquier trabajo con los pobres y los necesitados, los servidores tenemos que encontrar una manera de mantener la esperanza frente a las inevitables decepciones.  Se trata de un equilibrio personal; tenemos que preservar nuestro sentido de esperanza pero al mismo tiempo estar listos a aceptar la realidad de que va a haber fracasos, contratiempos, y desilusiones.  Pero descubrimos también que es muy difícil explicar a otras personas nuestra dedicación a servir cuando sabemos que vamos a sentirnos decepcionados y hasta heridos.  Nuestra esperanza y nuestra dedicación a continuar en nuestro trabajo sabiendo esta realidad les parecen imprudentes, incluso locas.  Nosotros mismos, siguiendo en nuestro trabajo, les parecemos insensatos.

Y la verdad es que sí, desde la perspectiva del mundo, lo que hacemos es insensatez.  Pero nos guiamos por una manera de pensar en la que se invierten los principios del mundo.  Sabemos que «la sabiduría de este mundo es insensatez ante Dios» (1 Corintios 3:19) y que mucho que va a parecer loco al mundo es, para nosotros, fundamental.  Escuchamos lo que dice la gente alrededor de nosotros y la gente en posiciones de poder sobre trabajo como el nuestro y entendemos por que el Apóstol Pablo escribió a los Corintios que seguir al Salvador significaba ser «insensatos por causa de Cristo» (1 Corintios 4:10).  Puede ser una posición incómoda o solitaria en algunos contextos, pero no es negociable; tenemos que servir como Jesús nos enseña.

Hay mucha gente, por ejemplo, que no puede entender cómo podemos continuar trabajando mientras recibimos «nada» en cambio.  Como he explicado en otras entradas, a veces ayudamos a personas que nos dan su agradecimiento o que siguen nuestros consejos y sentimos un sentido de realización; pero muy a menudo, no es así.  No nos lo dicen directamente, pero sé que muchos piensan, ¿por qué lo hacen?  Experimentar las decepciones y a veces los insultos de los que intentamos ayudar—es insensatez.  Pero Jesús nos manda que sirvamos sin esperar nada del receptor de nuestros actos o del público en general, incluso cuando recibimos burlas, insultos, maltrato.  Desde nuestra perspectiva, de hecho, no es que recibamos «nada»; somos, como dice Jesús, «bienaventurados» por experimentar las reacciones negativas del mundo por seguir a Él (Mateo 5:11).

Con frecuencia, las reacciones negativas a nuestro servicio toman la forma de desaprobación por permitir que «se nos aproveche».  Todos han escuchado la retórica pública de varios líderes conservadores—incluso los llamados cristianos—sobre la ayuda a los pobres.  Lo aceptan hasta un punto, pero menosprecian los servidores como nosotros que continúan dándoles comida o ropa a las mismas personas mes tras mes, año tras año.  No es que todos nuestros clientes usen nuestros servicios regularmente—hay los que se encuentran en situaciones de crisis pasajeras—pero hay un grupo bastante grande que lo hace.  La reacción de muchos es desaprobación y las críticas que no estemos ayudando realmente, que de hecho estemos «facilitando» la pobreza con mantener a la gente «dependiente», que de alguna manera «permitamos» que continúen en su situación.

Desde luego, en muchos casos esto es sólo un pretexto para no intentar apoyar a los necesitados, una manera de deshacerse de la responsabilidad que tenemos como hijos del Señor.  Pero es muy difícil argumentar en contra de ellos.  Desde su perspectiva, la perspectiva del mundo, somos locos y patéticos.  Pero sabemos que Jesús no pone condiciones cuando habla de ayudar al prójimo.  Parece insensato según «la sabiduría del mundo», pero su amor infinito nos llama a continuar a servir sin juzgar a los que ayudamos, sin condiciones ni expectativas.  Sin dejar de servir cuando nos decepcionamos o cuando parece que no logramos «resultados».

No quiero decir que sea fácil estar dispuesto a ser «insensato por causa de Cristo».  Pero sabemos que es el camino que debemos seguir, manteniendo la esperanza en el medio de la realidad, sirviendo a pesar de decepciones y las críticas del mundo.  Encontramos la fuerza para continuar en el camino mismo: «La palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios» (1 Corintios 1:18).

Foto: Por Poliphilo (Obra propia) [CC0], vía Wikimedia Commons

Esperanza versus realismo, parte 1: Haciendo frente a la decepción

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martes, 24 de mayo, 2016

La mayoría, sino todos, de nosotros que trabajamos con los pobres y los necesitados empezamos con mucho idealismo.  Queremos servir con una actitud totalmente positiva, pensar bien de todos, darles a todos oportunidades ilimitadas, mantener expectativas altas.  Aprendemos bastante rápido que en muchos casos la realidad complica nuestras ideales.  Les aconsejamos a personas en situaciones toxicas que salgan, ofreciéndoles ayuda concreta, y la rechazan.  Utilizamos nuestros recursos para apoyar a alguien a mejorar su vida, y los desperdician.  Le pedimos a otra agencia que acepte a un cliente en un programa o un refugio, y el receptor de nuestros esfuerzos no sigue las reglas, comprometiendo nuestra reputación.  Nos enteramos de que un cliente nos ha mentido o ha abusado de nuestra generosidad.

Es imposible, en estos casos, no sentir decepción.  No creo que necesariamente haya más gente que nos desilusione en este ámbito que en otros contextos de nuestras vidas, aunque parezca así a veces.  Pero servir es una actividad tan llena de emoción y esperanza que la decepción se siente muy fuerte.  Partes de nuestros sueños se derrumban.

A veces, nosotros mismos tenemos parte de la culpa.  Hace varios años, otra voluntaria me dio un buen consejo: No juzgues una situación según lo que sería mejor para ti en el lugar de la otra persona sino según lo que es mejor para la persona en cuestión.  Me acuerdo de una clienta que teníamos hace varios años que se quedaban con su pareja aunque ella admitía que él gastaba el dinero de los dos en metanfetamina.  Mi primera reacción fue decepción: ¿por qué continuaba soportando eso?  Pero entonces pensé en su historia; había estado con otros hombres que la habían abusado, y ahora no necesitaba sufrir eso.  ¿Quién era yo para decidir por ella?

En otros casos, sin embargo, podemos decir que nuestra desilusión es, incluso desde un punto de vista compasivo, en cierto modo justificada.  Ayudamos a muchos clientes que sufren de adicciones, y en casos en los que la persona realmente parece lista para tomar en serio la rehabilitación, nuestros consejeros pueden conseguirles un espacio en una clínica o centro que especializa en tratar las adicciones.  Esto no es algo que se debería tomar a la ligera; hay listas de espera muy largas en la mayoría de estos centros y nuestros consejeros que se especializan en las adicciones sólo lo hacen cuando piensan que la persona va a esforzarse.  La relación de nuestra agencia con estos programas de tratamiento depende de este cuidado.  Sin embargo, las estadísticas de recaídas sugieren lo que encontramos regularmente: hay los que, después de nuestros esfuerzos para ayudarlos a recuperarse, regresan al alcohol o a las drogas.

Teníamos un cliente, por ejemplo, que había sido alcohólico por muchos años.  Un día, después de visitarnos en algunas ocasiones para pedir ropa o comida, llegó llorando a nuestras puertas.  Realmente parecía que se había hundido, y que por fin estaba preparado para dejar de beber.  Mis colegas le consiguieron un espacio en un centro de rehabilitación.  Algunos meses después, lo vi en la calle, evidentemente en el mismo estado que antes.  Me sentí decepción y tristeza, y (siendo honesta) enojo: ¿por qué había desperdiciado esa oportunidad?

¿Cómo continuar trabajar con la misma esperanza y entusiasmo después de desilusiones regulares?  Es muy difícil no sentirnos cínicos; he trabajado con varios voluntarios que terminaron dejando su trabajo por el cinismo.  ¿Cómo mantener el optimismo con cada persona, cada día, tanto los clientes nuevos como los que nos han decepcionado?  ¿Cómo creer que lo que hacemos realmente puede marcar una diferencia en el mundo?

Shane Claiborne, en su libro Revolución Irresistible: Viviendo una vida radical diariamente, habla del escepticismo.  Aunque las razones para su cinismo eran diferentes, el antídoto me parece relevante.  El escepticismo es fácil, dice Claiborne, y «no requiere mucho esfuerzo», pero él descubría que era difícil mantenerse cínico trabajando con cristianos que «se arriesgaban mucho» para servir a los demás.  Para mí también, el cinismo se desvanece cuando trabajo con mis compañeros generosos, compasivos, dispuestos a arriesgarse.  No es que no nos decepcionemos; eso sería imposible.  Pero sabemos que trabajar con seres humanos significa verlos caerse como nos caemos también.  Nos levantamos para seguir en nuestro trabajo y darles la oportunidad de levantarse.  A pesar de la posibilidad de decepción, servir vale el riesgo.

Foto: freeimages.com/Mathilda Tan

Revolución Irresistible: Viviendo una vida radical diariamente: http://www.zondervan.com/revoluci-x00f3-n-irresistible

El amor de la «no amada»

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martes, 17 de mayo, 2016

En noviembre de 2013, durante su primer año como papa, el papa Francisco conmovió a un público en la Ciudad del Vaticano—y después, al mundo a través de los medios y las redes sociales—cuando abrazó a un hombre, Vinicio Riva, que padecía de una enfermedad rara, neurofibromatosis, que le había dejado con tumores por todo su cuerpo.  La imagen del papa acariciando al hombre, cuya cara en particular era muy desfigurada, servía como un testimonio poderoso del amor de Francisco para los marginados.  Los seres humanos normalmente rechazamos a gente con una apariencia tan impactante y desagradable, o por lo menos evitamos contacto con ellos.  De hecho, el hombre, en una entrevista después de su encuentro con el pontífice, describió el tratamiento que normalmente recibía de los demás: miradas asustadas, órdenes de no acercarse a ellos, temor, palabras crueles.  Pero el papa lo tocó, lo recibió en sus brazos con cariño, le besó la cara.

Cuando vi la foto, pensé inmediatamente: he visto a alguien con esta enfermedad.  Se trataba de una mujer que trabajaba como voluntaria por varios años en la agencia en la que trabajo, pero que lamentablemente sufrió un accidente serio en la calle cuando un coche le atropelló y tuvo que mudarse a un centro de vida asistida.  La extrañamos; en su trabajo con nosotros, ayudaba a los clientes con buscar y escoger ropa, una tarea que requiere organización y paciencia.  Aunque algunos voluntarios no asisten a nuestras oraciones antes de empezar a trabajar, ella compartía estos momentos con nosotros.  No hablaba mucho, pero siempre era agradable.

Durante mi tiempo trabajando con esta voluntaria, yo pensaba con frecuencia en cuán difícil debía ser vivir con su deformidad.  Pero creo que no apreciaba totalmente lo increíble era su servicio con nosotros, dado lo que debía estado sufriendo.  La experiencia del papa Francisco y Vinicio Riva me hizo entender más la vida de mi compañera.  Por supuesto que se me había ocurrido que todo el tiempo recibía las reacciones negativas de los demás: repulsión, burlas, miedo, rechazo.  Pero leyendo de las experiencias de Riva, por primera vez pensó en escenas concretas: una persona que le dijo directamente que no quería mirarlo y no le permitió sentarse a su lado en el autobús; el rechazo de su padre.  También aprendí que la condición es muy físicamente dolorosa.  Nuestra voluntaria nunca se quejaba, pero me imagino que sufría cada día.

A la luz de todo esto, ahora el servicio de nuestra voluntaria me impresiona aún más que antes, y creo que sirve como un ejemplo fuerte del servicio puro y de un tipo de amor muy especial.  El servicio es fundamental para cristianos, pero puede ser muy difícil a veces.  En un ámbito como el nuestro, en particular, enfrentamos varios desafíos: clientes con enfermedades mentales, la frustración o enojo de personas en crisis, la desesperación de los agobiados.  En algunos casos, no sólo recibimos reacciones negativos sino también se nos rechaza.  A veces, clientes enojados hacen comentarios sobre la apariencia o las habilidades de uno de nosotros: eres gorda, tienes dientes horribles, eres estúpido.  Entendemos que no es personal—los insultos surgen de su frustración—pero puede dolernos.  A veces, nos quejamos o nos sentimos apenados por nosotros mismos.

Normalmente, nos mantenemos fuertes porque sabemos que es una situación temporal, que podemos salir al fin del día y regresar a un mundo que nos acepta.  Pero nuestra voluntaria con la deformidad no podía esperar eso.  Sin duda, se le rechazaba constantemente en su vida fuera de nuestra agencia, y sin embargo, ella tenía tanto amor por dentro que quería servir.  Para ayudar a los demás, estaba dispuesta a exponerse a reacciones negativas y enfrentar gente que no conocía.  No iba a permitir que miradas ni comentarios le detuvieran.  Podría haberse escondido de los ojos del mundo, pero su amor para el Señor era más fuerte que cualquier incomodidad.

Al verla, muchos pensarían que no era querida, que se sentía despreciable.  Pero ahora entiendo que ella sí se sentía amada, amada por el Señor que ella adoraba y al que se dedicaba a servir.  No recibía el amor del mundo, pero el amor de su Salvador era más que suficiente.  Y este tipo de amor le animaba a darlo a los demás, aunque era probable que no recibiera ningún cariño en cambio.  Estoy segura de que muchos de nuestros clientes que recibían ese amor se daban cuenta de algo que ahora entiendo: era una de las personas más bellas que haya conocido.

Imagen: Por Cadetgray (Obra propia) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0) o GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)%5D, vía Wikimedia Commons (vitral con imagen de Jesús curando a un leproso, Iglesia Luterana de San Mateo, Charleston, Carolina del sur)

http://www.lavanguardia.com/vida/20131120/54394331094/vinicio-riva-papa-no-sabia-contagioso-beso.html

http://www.lanacion.com.ar/1639952-vinicio-riva-el-hombre-enfermo-que-conmovio-al-papa-senti-el-amor-de-francisco

Jardineros

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lunes, 11 de abril, 2016

El lanzador y jardinero Babe Ruth declaró, «Caramba, es solitario estar en los jardines.  Es difícil mantenerse despierto sin nada que hacer».  Y aunque ningún jugador profesional negaría que los jardineros tienen un papel muy importante en el deporte de béisbol, su comentario era acertado.  Pasan mucho tiempo sin hacer nada, esperando que la pelota vaya más allá del diamante—y durante muchas entradas, esto no pasa.  Un lanzador «consigue el triunfo» o «recibe la pérdida», y se grita su nombre una y otra vez.  El lanzador y el receptor se involucran en cada lanzamiento y muchas jugadas, y los jugadores de base persiguen y tocan los corredores.  Mientras tanto, los jardineros miran mucha de la acción desde afuera, listos para participar pero con frecuencia no llamados para actuar.

Al nivel de las Ligas Pequeñas, como sabe cualquier padre beisbolista, la posición de jardinero se ve con frecuencia negativamente.  Si es el caso que, como dijo Ruth, no hay «nada que hacer» en el jardín en un partido profesional, en las ligas juveniles los jardineros normalmente están más lejos de la acción.  Hay menos batazos de aire, menos hits que llegan al jardín.  En los partidos de los jugadores más jóvenes, se pueden ver con frecuencia jardineros sentándose o acostándose en el césped, buscando insectos, bailando, o soñando despiertos.  Los más grandes empiezan a desear las posiciones de lanzador o primera base.  Es un secreto mal guardado que muchos entrenadores del béisbol juvenil mandan a sus jugadores más débiles al jardín, y los jardineros—y con frecuencia sus padres también—se quejan.  ¿A quién no le gustaría poder decir, «mi hijo, el lanzador»?

Pero si concebimos la vida en los términos del béisbol—y para los aficionados como yo, casi todo en la vida se puede entender así—¿qué posición normalmente jugamos?  Somos jardineros.  Trabajando sin reconocimiento la mayoría del tiempo, esperando que algo pase que nos involucre, mirando como las estrellas reciben los aplausos.  Puede ser decepcionante y deprimente a veces.  Raras veces es glamoroso.  Pero yo mantendría que para los que queremos servir al Señor por medio de servir a nuestro prójimo, entender y abrazar esta posición y su importancia nos puede ayudar a ser servidores mejores y más compasivos.

La posición del jardinero se parece a la posición del servidor no a pesar de, sino por causa de su falta de glamor.  Cualquiera que haya trabajado en una obra de caridad o para una agencia benéfica admitirá que no es del tipo de trabajo que se haga para recibir reconocimiento.  Los directores y donantes, como los lanzadores o receptores, reciben aplausos para los éxitos y críticas para los fracasos.  Son los que aparecen en la publicidad y toman llamadas telefónicas de políticos y líderes religiosos.  Los voluntarios ordinarios trabajamos como los jardineros, con frecuencia no involucrados en la «acción principal» pero sin embargo trabajando constantemente.  Incluso en una entrada en la que nada pasa en el jardín, los jardineros se mantienen listos y en sus posiciones de servir.  Esperan algo que tal vez no pase.  A veces atrapan un batazo de aire o una línea, pero con frecuencia su papel no llama ninguna atención.  Son partes fundamentales de un equipo pero normalmente son los otros los que escuchan que gritan sus nombres.

Los jardineros también deben respaldar a los jugadores del campo, particularmente los de las bases.  El trabajo de respaldar es fundamental pero con frecuencia poco valorado.  O, mejor dicho, no valorado hasta que otro jugador no pueda atrapar la bola.  Los jardineros son los que se paran detrás, literalmente, listos para actuar pero no como la primera opción.  Los servidores también tenemos un papel de respaldo.  Cuando una persona necesita nuestra ayuda, lo ideal es que apoyemos sin actuar (o hablar) por ella.  A veces—sobre todo cuando empezamos a servir—hay una tentación de tomar control de la vida de una persona con necesidades, de intentar arreglar sus problemas nosotros mismos.  Pero muy a menudo esto no funciona bien.  Nuestros egos y opiniones nos impiden realmente ver que necesite la persona; también esta manera de «ayudar» con frecuencia parece condescendiente o irrespectuosa de la autonomía de ella.  Cuando aprendemos a trabajar como jardineros, permitiendo que la persona tenga el papel principal y que nosotros la respaldemos, servimos humildemente con compasión y consideración.

Babe Ruth tenía razón: es solitario a veces ser jardinero, y a veces tedioso.  Pero cualquiera que pase mucho tiempo en los campos de béisbol sabe que no hay nada más bello y pacífico que esa extensión de césped en el jardín.  Allá, experimentamos la belleza de la creación y trabajamos sin necesitar estar en el centro de la acción.  Humildes y pacientes, llamados a servir.

Foto: Por Jayron32 (Obra propia) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)%5D, vía Wikimedia Commons

Emociones brutales y bellas

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viernes, 22 de enero de 2016

Esta semana, al final de una mañana muy ocupada en nuestra agencia benéfica en la que se había agotado toda mi energía, me eché a llorar en la oficina de una compañera. No era por causa de algo en particular. Aunque es probable que varios factores contribuyeran—habíamos tenido algunos clientes difíciles (la mayoría no) y nos habían faltado dos personas que normalmente trabajan con nosotros—había sido una mañana bastante típica. Yo había logrado a aguantar con los clientes, pero de repente, con sólo mi colega, me quedé agotada. «Ayer lloré también», me confesó ella. En este momento, el hombre trabajando en la oficina al lado de la suya asomó la cabeza por la puerta, mirándonos. «No nos hagas caso», le dije, «a veces las mujeres necesitamos llorar». «Pues, yo también lloro», respondió, «sólo es que lo hago a escondidas». Reímos todos y regresamos a nuestras tareas pendientes.

A veces pienso en escenas como ésta cuando alguien me pregunta si nuestro trabajo es triste, o frustrante, o exasperante. La respuesta es que sí, a veces, pero no en el sentido típico. Y es muy difícil explicar. ¿Cómo describo algo que conlleva a tantas emociones fuertes? Por supuesto que me siento triste por nuestros clientes que viven en las calles, que sufren de enfermedades, que no tienen suficiente comida. Me frustro o me fastidio que algunos clientes regresen a tomar drogas después de un tiempo de sobriedad o que me digan algo feo porque no puedo ayudarlos con algo. A veces un compañero de trabajo se enoja conmigo por algo que he hecho y me siento la exasperación de ser criticada. Pero al mismo tiempo me siento una alegría profunda al trabajar en nuestra agencia, en servir con otras personas que quieren ayudar y interactuar con mis clientes.

Entonces, cuando intento responder a la pregunta sobre mis sentimientos, me es bastante difícil. A veces es por algunas presuposiciones de los que preguntan. Una vez alguien me confesó, «Yo no podría trabajar allí; soy muy sensible al sufrimiento». (Me imagino que no se dio cuenta como me sonó eso, como si yo debiera tener una falta de compasión o algún tipo de indiferencia.) En otros casos, la persona realmente parece curiosa, pero con una confusión sobre mis motivaciones. ¿Cómo puedo continuar en un trabajo que puede hacerme llorar o en el que necesito aguantar el enojo de personas difíciles o críticas fuertes, incluso de mis colegas?

La respuesta no es algo que depende de razones lógicas. Se trata de los sentimientos mismos—es decir, las emociones fuertes que siento me demuestran porque Dios me llamó a este trabajo. Me siento totalmente involucrada en mi trabajo en cada momento, que estoy exactamente donde debo estar. Es un lugar de honestidad brutal—sobre lo bueno y lo malo del mundo, sobre lo difícil es servir y lo completamente gratificante. Los momentos de emociones fuertes me dan fuerza para continuar, me agobian a veces, y me traen un gusto complicado y profundo.

Cuando mis colegas me critican fuertemente, por ejemplo, por supuesto que me siento avergonzada o incluso enojada, pero a un nivel más profundo, siento una conexión humana y un aprecio por nuestro trabajo compartido. El hecho de que me hablen severamente—a veces con razón—me parece parte de servir juntos. No queremos esconder nuestras emociones o tomar el tiempo para usar eufemismos o parecer educados; nuestro objetivo es algo diferente. No se trata de nosotros, y así podemos ser completamente honestos; de hecho, no podemos evitarlo.

Y hay muchos más momentos felices, con mis clientes y con mis colegas, que momentos de frustración o tristeza. Mis compañeros de trabajo y yo reímos mucho, no porque seamos insensibles, pero porque queremos apoyarnos entre nosotros. Nos burlamos de buena manera de nuestras excentricidades y de nuestros errores y pronunciaciones incorrectas en nuestros segundos idiomas (inglés o español). Los intercambios con los clientes también están con frecuencia muy alegres. A un cliente le gusta hacer predicciones en cuanto a las elecciones; le recuerdo de las veces que se ha equivocado y él finge irritación: «No me lo vas a permitir olvidarlo!» Pregunto sobre los nietos o niños de algunos clientes, quienes me cuentan historias divertidas.

Experimentamos emociones fuertes, a veces brutales, también muy bellos. Es parte de nuestro trabajo. Nunca sabemos cómo vamos a sentirnos durante cualquier día, y normalmente no podríamos describirlo después. Algo más allá de las palabras, una paradoja, expresado con lágrimas y risas, una parte fundamental de servir.

Foto: freeimages.com/Bina Sveda

Cuando el prisionero nos visita

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domingo, 20 de diciembre de 2015

Si preguntas al cristiano promedio sobre los requisitos de la caridad, es probable que responda con los actos descritas en Mateo 25:35-36: alimentar a los hambrientos, dar de beber a los sedientos, recibir a los extranjeros, vestir a los desnudos, consolar a los enfermos, y visitar a los prisioneros. Ninguno es fácil, desde luego, y todos requieren sacrificio y compasión. Pero tal vez el más difícil es el último, el visitar a los en prisión (aunque en nuestra época de sentimiento anti-inmigrante tal vez sea un empate con recibir a los forasteros.) ¿Necesitamos ir a las prisiones, con sus reglas y restricciones, entrar en un ámbito que nos da miedo? ¿Cómo y con quién—y que hacemos una vez allí? Son preguntas que normalmente nos desalientan—y, a decir verdad, pretextos (entendibles) para evitar este deber.

Sin embargo, nosotros que trabajamos hoy en día en agencias que ayudan a los necesitados no necesitamos ir a una cárcel para interactuar con prisioneros. Cada vez más, los prisioneros—y los que recientemente salieron de prisión—nos visita a nosotros.   «Estoy encarcelado», me han dicho varios clientes en nuestra agencia—quienes con frecuencia llevan pulseras de tobillo—señalando que su estatus actual es todavía el de un prisionero, aunque en libertad condicional. Otros notan, «Acabo de salir», frecuentemente con vergüenza o vacilación. Es un suceso común que se está haciendo más frecuente con la liberación de muchos presos en los Estados Unidos y las liberaciones programadas que han recibido mucha publicidad en los medios. Nuestro deber como cristianos ahora nos enfrenta y no podemos refugiarnos en pretextos; si queremos seguir los mandamientos de nuestro Salvador Jesucristo, hay que servir.

Es una cosa decir que todos son bienvenidos y que ayudamos sin hacer distinciones, pero ¿cómo reaccionamos a una persona con una pulsera de tobillo? ¿Solemos juzgar a alguien que dice que recientemente salió de prisión, presumiendo que es una persona mala o que debemos sospechar de sus motivos u honestidad? Nuestras opiniones se pueden sentir por los clientes en esta situación, me imagino, y presumo que es por eso que con frecuencia tienen tanta vergüenza al admitir su estatus. Necesitamos examinar nuestros prejudicios y actitudes, para no minimizar o debilitar nuestra compasión y la posibilidad de ayudar. Hay que considerar con cuidado cómo nuestras reacciones pueden facilitar o impedir nuestra caridad.

También necesitamos entender los problemas particulares de los recién salidos de la cárcel. Después de estar en un ámbito controlado y regulado, con comida y un lugar donde dormir, muchos se encuentran en las calles sin dinero ni alojamiento. Las dificultades que normalmente enfrentan los sin hogar se aumentan por las percepciones de otra gente pobre, que con frecuencia les tiene miedo o les juzga. Recientemente, por ejemplo, llegó a nuestra agencia una mujer que había pasado 30 años en prisión por matar a un abusador. Estaba quedándose en un refugio para los sin hogar, pero nos contó que las otras mujeres la maltrataban por ser criminal. Necesitaba un alojamiento seguro; afortunadamente, algunos policías locales la ayudaron a mudarse a un nuevo refugio que se especializaba en mujeres como ella.

Las situaciones de los prisioneros bajo libertad condicional y los recién salidos de la cárcel también nos obligan a ver el mundo desde su perspectiva para entender los obstáculos a los que se enfrenten y ayudarlos a superarlos. Una persona que tenía una profesión antes de ser encarcelada descubre que el mundo ha cambiado y que para conseguir trabajo hay que entender cosas que antes no existían—el internet, el aumento en trabajos temporales, el uso de mensajes de texto para comunicar. También tienen que declarar sus antecedentes penales al solicitar trabajo, una barrera que puede parecer insuperable. En nuestra agencia, hemos coleccionado listas de compañías que no rechazan a empleados potenciales por sus pasados criminales, y tenemos contactos en otras agencias que pueden ayudar con entrenamiento en cómo usar el internet y el correo electrónico.

En nuestro mundo actual, algunas barreras del pasado han desaparecido, dejándonos con nuevas consideraciones al seguir nuestro Señor. En el pasado, podíamos ofrecer justificaciones para mantenernos alejados—sabíamos que deberíamos visitar al prisionero y ayudarlo, pero no estábamos preparados. Tal vez otro día, en el futuro. Ahora este futuro ha llegado; el prisionero ha llegado a nuestras puertas. ¿Estamos listos para servir?

Foto: Freeimages.com/Andras Kovacs