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viernes, 19 de febrero, 2016

Los dos hombres llegaron juntos a nuestra agencia, y entraron en el área de la recepción. El que obviamente estaba más nervioso me saludó primero, y le pregunté sobre lo que necesitaba. Acababa de mudarse de otro estado y le urgía tener una identificación del nuestro; además, no tenía donde dormir. La verdad triste es que estamos casi al final de la temporada en la que está abierto el refugio de invierno con el que trabajamos en nuestra agencia; de todos modos, la lista de espera sigue larga. Pensé en otra agencia, un refugio muy cerca de nosotros, en el que sirven el almuerzo y la cena todos los días, y después despejan el comedor de las mesas y permiten que alrededor de ochenta personas duerman en el suelo en colchones. Es un lugar rudo y a veces peligroso, pero su personal está dedicado a servir el Señor al ocuparse de lo que otras agencias, incluyendo la nuestra, no pueden (o no quieren, o no se arriesgan a) hacer: darles un techo a ochenta personas en la calle cada noche. «Aceptan a las mujeres y los niños primero», le dijo mi colega. «Como en un barco que se hunde», bromeó.

Entonces, dirigí mi atención al segundo hombre. No parecía nervioso, exactamente, pero había algo que pesaba sobre él. «¿En qué puedo servirle?» empecé. «Ah, no», me respondió. «Soy su amigo, y estoy ayudándolo. Ha estado quedándose conmigo pero ahora . . . es tiempo que encontremos otro lugar». Mientras el cliente hablaba con el consejero, el amigo que lo había llevado me contó en breve un poco de la historia de cómo llegaron a nuestras puertas. Este hombre, el amigo del cliente, tenía esposa e hijos; había invitado a su compañero a quedarse con ellos por un rato para que pudiera salir de una mala situación en otro estado. Pero se había hecho demasiado para la familia, y era hora de que su invitado buscara otro lugar.

Entonces me di cuenta porque parecía tan renuente y casi avergonzado.   Sentía culpa, responsabilidad, duda sobre su decisión, pero también un alivio. Él tenía un hogar y su amigo no; quería ayudarlo con alojamiento temporario. Pero también necesitaba aliviar a su familia de la responsabilidad de hospedarlo. Me imaginé que se estaba preguntando, ¿estoy haciendo lo correcto? ¿Qué más debería hacer? ¿Este hombre va a estar bien sin mi ayuda? En el refugio, su compañero correría riesgos que no tenía que considerar viviendo en una casa privada y segura. Dado esta incertidumbre, ¿cómo podría justificar su decisión de decirle que se mudara? Pero al mismo tiempo, ¿cómo negar los deseos de su familia que su invitado solo se quedara por un tiempo limitado?

Su dilema es algo que enfrentamos, de un modo u otro, todos los que queremos ayudar a los necesitados. Como escribí en una entrada previa, los límites son importantes para agencias benéficas porque, en el mundo real, hay presupuestos y fondos limitados. Como individuos, también necesitamos poner límites. Como el amigo de nuestro cliente, si empezamos a ayudar a alguien, es muy probable que en algún momento tengamos que hacer una decisión de trazar una línea: hasta aquí. Tal vez en algunos casos, no sea así—puede ser que de vez en cuando nuestro apoyo se limite naturalmente, y la persona solo quiera exactamente lo que ofrezcamos. De mi experiencia no sólo como trabajador con personas con necesidades sino también como amiga, hermana, vecina, he aprendido que normalmente lo querido y lo ofrecido no coinciden perfectamente. Y no hay respuestas claras ni la certidumbre de que hagamos lo correcto. Siempre hay dudas sobre nuestras razones para llegar a nuestros límites. Siempre hay una posibilidad de que algo le pase a una persona después de que dejemos de ayudarla. Siempre hay el riesgo de duda y culpa. ¿Cómo podemos servir en este contexto?

La respuesta es que si queremos servir al Señor, necesitamos enfrentar estas preguntas y experimentar estas dudas. No hay alternativa si deseamos vivir una vida cristiana. El amigo que llevó a su compañero a visitarnos demostró que un servidor debe estar dispuesto a aceptar estas dudas, dilemas, sentimientos encontrados. Debe reconocer que no podemos hacer todo para alguien y caminar con humildad ante esta realidad. Le hubiera sido fácil al amigo de nuestro cliente decirle que se fuera, decidir no acompañarlo; no hubiera necesitado enfrentar directamente la dificultad de su decisión y ver con sus propios ojos que los próximos pasos le serían difíciles a este hombre ahora sin hogar. No tomó la salida sencilla. Nuestro cliente necesitaba emprender un viaje en un territorio inseguro; su amigo caminó con él hasta la frontera.

Foto: freeimages.com/Dmytro Samsono

 

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