«Escojo creerte»

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viernes, 19 de agosto, 2016

Hace más de veinte años, yo enseñaba composición en ingles en una universidad pequeña.  En aquel entonces, antes de las búsquedas de Google y los programas informáticos para determinar si un estudiante había plagiado, era bastante difícil atrapar a estudiantes que habían copiado pasajes de otros autores.  A veces yo leía un ensayo y pensaba que la manera de escribir en algunas partes no encajaba con el resto del ensayo o que el lenguaje del texto no parecía apropiado para el nivel o la voz del estudiante.  Pero al menos que yo (o un colega) hubiera recibido otro ensayo exactamente lo mismo o que el estudiante hubiera plagiado de un texto muy conocido, no era manera de comprobar que hubiera hecho trampa.

La verdad es que no pasaba mucho tiempo preocupándome por el plagio o intentando atrapar a los estudiantes haciéndolo.  Incluso cuando parecía probable que un estudiante hubiera copiado el trabajo de otro, no me apetecía ir a la biblioteca y pasar horas buscando algo que probablemente no encontraría.  Además, no tenía ganas de hacer un gran esfuerzo para castigar a alguien; siempre he pensado que muchos de los que hacen trampa sufren las consecuencias—tal vez no en el momento, pero más tarde.  Los estudiantes que no aprendían a escribir llegarían a un punto en el que necesitara escribir algo que era imposible plagiar.

Pero tenía colegas que no compartía mi perspectiva.  Me acuerdo en particular de una colega que pasaba horas en la biblioteca intentando encontrar evidencia que demostrara que algunos de sus estudiantes habían plagiado.  Yo siempre me sentía apenada por ella; me parecía triste que invirtiera tanta energía en un esfuerzo tan adversario.  Por supuesto, se podría decir que ella tenía toda la razón, dado los reportes de cuantos estudiantes hacen trampa.  Pero en mi opinión tener una perspectiva tan negativa sobre mis estudiantes y buscar lo malo en ellos en vez de lo bueno me impediría en un nivel personal y profesional.  Yo escogía creerlos y ver lo bueno en ellos, al menos que fuera obvio que habían hecho algo incorrecto.

He pensando mucho en esa experiencia enseñando en mi trabajo actual con los pobres.  Muchos que trabajan con personas necesitadas piensan como mi antigua colega con sus estudiantes.  Es decir, sospechan de todos.  Sí, a veces es obvio que una persona está engañándonos.  Pero estos trabajadores presumen que todos están mintiendo, o intentando aprovecharse de nosotros, o usando un pretexto falso para pedir algo que no necesitan.  Y, como mi colega en la universidad que sospechaba que todos estaban plagiando, se esfuerzan para encontrar evidencia de mentiras o engaños.  Interrogan a los clientes, esperando atraparlos en mentiras; rechazan sin más trámite sus razones para pedir excepciones; nunca dan nada a una persona que no tiene documentos para respaldar lo que dicen.

Es posible que la posición de estos trabajadores sea más lógica que la mía.  Pero me parece que su actitud les impide realmente servir y amar totalmente.  Hay una distancia, un cinismo en sus interacciones con los que sirven.  Yo no podría trabajar así; no podría vivir así.  Quiero ver lo bueno en los demás y quiero tener fe en ellos hasta que no me den razones concretas para no creerlos.  Para mí las consecuencias de posiblemente creer una mentira son menos serias que las de perder la confianza en los que ayudamos.  Una vez un cliente me preguntó, «¿Cómo sabes que no estoy mintiendo?»  La respuesta, por supuesto, es que no lo sé, pero «escojo creerte».

«Escojo creerte».  Un salto de fe.  Por supuesto va a haber los que me mienten y los que dirían que se están aprovechando de mí.  Pero si el propósito de mi servicio es servir al Señor, tal vez mi decisión de creer incluso a los que están mintiendo es parte de mi servicio.  En algún momento, es posible que mi determinación de ver lo bueno en ellos los anime a verlo también, e intentar transformarse.  Escojo creerlos para que puedan empezar a creer en ellos mismos.

Foto: Unsplash.com/Redd Angelo

La última parada: Agencias benéficas y la desintegración de las redes de protección social

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domingo, 14 de agosto, 2016

Hace algunos meses, una mujer empezó a asistir a mi iglesia.  Era obvio que tenía muchos problemas—su apariencia y comportamiento mostraban que sufría de discapacidades físicas y mentales, y parecía indigente—pero le dimos la bienvenida sinceramente.  Somos una congregación diversa y aunque la mayoría de los congregantes pertenece a la clase media, la iglesia está ubicada en el medio de un barrio urbano en el centro de una ciudad grande.  Estamos acostumbrados a tener visitantes que tal vez serían rechazados por otros grupos: personas sin hogar, gente con enfermedades mentales, personas recién salidas de la cárcel.  Es más, queremos ayudar a la gente con necesidades alrededor de nosotros, como manda nuestro Salvador.

Sin embargo, las necesidades de esta mujer eran amplias y complicadas: necesitaba comida para ella y su nieta, que vivía con ella; estaba atrasada en la renta de su casa; no tenía como llevar a su nieta a la escuela.   Muchos miembros la ayudaban, comprándole comida y prestándole dinero, y usábamos algunos fondos de la congregación para su renta y transporte.  Pero después de un rato, la mayoría llegó a su límite.  Los fondos estaban limitados, y los congregantes no podían continuar dándole dinero semana tras semana.  Nadie negaba que realmente necesitara ayuda, y no la culpábamos por pedírnosla; estaba tratando de sobrevivir.  Pero era una situación difícil.  Como muchos saben que algunos de nosotros trabajamos para unas agencias benéficas, nos pidieron ayuda.  ¿Podría ella visitar a nuestras agencias para pedir ayuda?

Nosotros que trabajamos para agencias de caridad enfrentamos situaciones así con frecuencia.  Hay personas que no están recibiendo suficiente ayuda de fuentes tradicionales—el gobierno, las iglesias, las escuelas públicas—dado que hay cada vez más necesidad en ciudades grandes y cada vez menos recursos disponibles.  Con frecuencia, la gente en estos ámbitos no quiere rechazar a los necesitados y entonces los remite a organizaciones pequeñas sin fines de lucro como la nuestra.  Las dificultades que resultan demuestran los desafíos que enfrentan agencias benéficas en un ámbito en la que las redes de protección social han desintegrado.  Es un ejemplo de las consecuencias para una sociedad cuando la que la caridad se considera la responsabilidad de organizaciones pequeñas y sobrecargadas en vez de la obligación de todos.

Considera, por ejemplo, la mujer arriba mencionada.  ¿Por que necesitaba pedir limosnas en nuestra iglesia?  Era obvio que por sus discapacidades físicas y mentales no podría cuidarse a sí misma, por no mencionar a su nieta.  ¿Por qué no recibía ayuda suficiente del gobierno para vivir sencillamente y con dignidad?  Resultaba que su cheque de seguro social no le alcanzaba para cubrir sus gastos, y a veces otros miembros de su familia—también luchando para sobrevivir—le robaban el dinero.  Su hija había muerto, dejándola con el cuidado de su nieta; el papá de la niña no le daba fondos para mantenerla.  En vez de tener apoyo verdadero para sus problemas mentales, se le había recetado una medicina que solo le ayudaba en parte.  La escuela pública de su nieta probablemente no tenia fondos para ayudarla a llegar a la escuela, y los fondos para autobuses escolares se han cortado severamente.  De hecho, en nuestra agencia benéfica recibimos con mucha frecuencia peticiones de padres cuyos hijos asisten a escuelas públicas pero que no tienen como llevarlos a ellas.

Entonces, llegó a nuestra iglesia.  ¿Por qué no podíamos ayudarla lo suficiente?  En el pasado, es probable que una mujer necesitada recibiera ayuda en una iglesia, sin necesitar ir a otras organizaciones.  Históricamente, las iglesias y otras instituciones comunitarias apoyaban a la gente así, pero ahora estos grupos tienen menos miembros y menos recursos, y hay más necesidad alrededor de ellos.  Mi iglesia, como muchos, está luchando para sobrevivir.  Los congregantes de la clase media se sienten cada vez más inseguros económicamente y tenemos dificultades en recaudar fondos para mantener las instalaciones.  Además, la desintegración de las redes de protección social para personas como esta mujer significa que sus necesidades son muy grandes.  Iglesias como la mía, atrapadas entre menos miembros y más gastos, mandan a personas así a agencias benéficas como la nuestra.

No me sorprendió, entonces, que ella se dirigiera a nuestra agencia.  Pero nosotros tampoco teníamos mucho que ofrecer.  Podíamos darle comida y ropa, pero somos una agencia pequeña y no ayudamos con renta ni cuidado médico.  Y, en contraste con los representantes del gobierno y de las iglesias, con frecuencia no podemos mandarlos a otras agencias.  Las pocas organizaciones que en el pasado ayudaban con dinero para alojamiento han terminado estos programas; hay listas de espera muy larga para viviendas subvencionadas.  Sólo unas pocas organizaciones ayudan con transporte.  Podríamos enviarlos a otras agencias pequeñas como la nuestra, pero como sabemos que no pueden ayudarlos tampoco, eso sería cobarde y cruel.   Es muy difícil decirles que tal vez no hay ninguna otra parada en su travesía, pero sería irresponsable darles esperanzas falsas.

Los pobres, en efecto, necesitan trazar un camino en el que varias agencias y grupos de la sociedad le endosan la responsabilidad de ayudarlos a la próxima organización: el gobierno les dice que vayan a las iglesias o a sus escuelas, las cuales los mandan a organizaciones como la nuestra.  Estamos al final del camino.  Los políticos y el público han contribuyendo a la desintegración de las redes de protección social, pero no ven las consecuencias.  Somos nosotros los que están en la última parada de una travesía larga, recibiendo a todos que ya tienen ningún lugar adonde ir.

Foto: «Last Stop» (CC BY-SA 2.0) por Leonardo Rizzi 

Trabajando como voluntario con tus hijos

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viernes, 5 de agosto, 2016

Con frecuencia, nuestra agencia benéfica recibe peticiones de voluntarios que quieren llevar a sus hijos a trabajar con ellos.  ¿Pueden llevarlos?  Por supuesto que sí, respondemos, y normalmente es una experiencia muy positiva para todos.  Cada Navidad, por ejemplo, una madre y sus dos hijos nos ayudan a organizar y repartir regalos de la Navidad.  Mis hijos también han participado en varias campañas en nuestra organización, donando su tiempo durante nuestras colectas de alimentos y en eventos para recaudar fondos.  Hay muchos motivos buenos para animar a jóvenes a trabajar como voluntarios: la experiencia les enseña la importancia del servicio; aprenden de una manera concreta lo que significa amar al prójimo; les recuerda que la vida no sólo se trata de nosotros mismos sino de nuestras relaciones con los alrededor de nosotros.  Además, es una parte fundamental de la vida cristiana; en las palabras de Jesús, «a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará» (Lucas 12:48).

Pero a menudo, escucho a los padres que en cuestión decir, «Quiero que mis hijos sepan cuán afortunados son».  De hecho, recientemente un colega me dijo que una mujer que había llegado con su hija se había enojado cuando se les había pedido que ayudaran a organizar la ropa que se nos había donado.  Le había explicado a mi colega que quería que su hija interactuara directamente con los pobres para que se enterara de que lo que ella tenía en la vida.  Resulta que esto es un sentimiento común; varios artículos en línea sugieren que los padres lleven a sus hijos a un voluntariado para demostrarles lo favorecidos que son.  Algunos padres reportan que quieren que sus hijos trabajen con los pobres para que terminen de quejarse de sus vidas y estuvieran agradecidos.  Aunque en la superficie sueñen apropiados, estos sentimientos son problemáticos.

Obviamente, no estoy diciendo que una persona, sea adulto o joven, no deba sentirse agradecida por lo que tiene.  Cuando vemos a alguien con necesidades nos damos cuenta de que nuestros problemas no son tan grandes y los ponemos en perspectiva.  Además, es muy importante que gente de la clase media entiendan sus privilegios.  Para la mayoría de la gente de cualquier edad, estos son efectos de hacerse voluntario.  Pero es problemático que el motivo para llevar a tus hijos a un voluntariado sea para que «vean cuán favorecidos son».  Esta perspectiva no sólo se base en actitudes egoístas y condescendientes sino también refuerza la desigualdad social entre los privilegiados y los pobres.

Examinemos más a fondo las implicaciones de la esta perspectiva.  Decir que los privilegiados deberían trabajar con los pobres para que estos voluntarios se den cuenta de cuan afortunados son y así estén más contentos con sus vidas sugiere que la pobreza y los pobres existen para enseñar lecciones a los con recursos.  Sus vidas no tienen significado propio; el propósito de sus vidas es ilustrar el contraste entre sus situaciones lamentables y las circunstancias de los demás.  Desde esta perspectiva, los privilegiados no ven a los pobres como seres humanos a los que quieren servir de una manera compasiva y respetuosa; irónicamente, estos voluntarios ponen a los supuestos receptores de su caridad en la posición de servir a ellos al mostrarles lo afortunados que son.  Es una perspectiva voyerista; uno quiere ver la desgracia de otras personas para sentirse superior—o, en el caso de los que usan este pretexto para llevar a sus hijos a un voluntariado, hacer que sus hijos se sientan más contentos.

Además, el propósito de hacerse voluntario con los pobres debería ser servir al prójimo, sin esperar recibir algo de los pobres mismos en cambio.  Esto no significa que no recibamos beneficios—como examinamos en entradas previas, los voluntarios ganamos mucho de nuestro trabajo—pero esperar que la gente que ayudamos nos dé algo no es caridad sino un intercambio.  Y en este caso, lo que el voluntario quiere de la persona necesitada es totalmente inapropiado: que esta persona que pide ayuda permita que el voluntario examine su vida descaradamente para escandalizarse de su desgracia.  Cuando esto es el «precio» por el servicio de un voluntario, no hay amor sino condescendencia.

Esta perspectiva también perpetúa la desigualdad en vez de aliviarla.  Si los padres ricos necesitan que sus hijos vean a los pobres para apreciar sus vidas, necesitan que haya pobreza—y esto sugiere que la necesidad existe para beneficiar a los demás.  No es necesariamente que las acciones de voluntarios con esta perspectiva no ayuden—dar comida o ropa es algo que alivia el dolor de otras personas—pero no hay motivos para luchar en contra de una sociedad desigual, de apoyar cambios políticos que atacan las condiciones que contribuyen a la pobreza y la opresión.

Si quieres llevar a tus hijos a un trabajo voluntario para que ellos puedan servir a los demás, ganar un sentido de la importancia del servicio en la vida, y experimentar la bendición de servir al prójimo, hazlo.  Es algo importante y los niños pueden beneficiar mucho de la experiencia.  Pero si lo quieres hacer para enseñarles una lección, usando a los pobres como objetos o ejemplos, te pido que cambies tu perspectiva.  El servicio verdadero se da libremente, sin condescendencia ni expectativas, sin enfocarse en lo que se recibe.  El servicio verdadero se centra en los servidos y no los servidores.

Foto: Por el personal de los parques estatales de Virginia [CC BY 2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by/2.0)%5D, vía Wikimedia Commons

Puntos de inflexión, parte 2—Haciendo frente a un matón

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lunes, 8 de agosto, 2016

Asistí a la secundaria en los años 80, y aunque mi escuela pública se consideraba una de las mejores de nuestro estado, no fue una experiencia buena.  Yo definitivamente no encajaba con los chicos arrogantes y pretenciosos de nuestro pueblo pequeño de la clase media, y cada día necesitaba enfrentar un ámbito cerrado y exclusivista.  No se aceptaba a una persona que no fuera blanca, heterosexual, atractiva, extrovertida—no se toleraba a los nerds, a los con acentos, a los con discapacidades, a los cuyas familias no tenían muchos ingresos disponibles.  También era una época en la que no se tomaba muy en serio el asunto del acoso.  Si alguien se lesionó gravemente, los administradores necesitaban hacer algo, pero nadie hacia nada para parar el acoso diario—insultos, burlas, intimidación física.  En aquel entonces, los adultos no querían involucrarse o pensaba que no era algo serio—los muchachos siempre serán muchachos, y de todos modos hay que aprender a enfrentar situaciones difíciles y tipos groseros.

Afortunadamente, yo podía evitar la mayoría del abuso; se burlaban de mí, pero más a menudo me sentía sola y excluida.  Sin embargo, yo presenciaba muchos casos de abuso, y una vez visité el director de la escuela para pedir ayuda.  Se trataba de una situación en mi clase de matemáticas, en la que un grupo de chicos se burlaban diariamente de otros estudiantes y del profesor.  No desechó mi historia pero desafortunadamente no lo resolvió tampoco.  Parecía tener algo de compasión por las víctimas, pero estaba reacio a hacer frente a los matones.  Yo sabía que no quería ofender a los padres ricos y poderosos de nuestra ciudad y correr el riesgo que le atacaran.  Como los estudiantes mismos, tenía miedo de los bravucones y se sentía intimidado.

Cuando recuerdo esta experiencia, me siento aliviada de que ahora nuestra sociedad reconozca que el acoso es un problema grave que no se deba ignorar.  Sé que todavía hay acoso en nuestras escuelas, pero por lo menos las políticas de las escuelas dicen en la mayoría de los casos que hay «tolerancia cero».  En las escuelas de mis hijos y las de nuestro distrito escolar, se publicita los tipos de abuso que se deberían reportar: insultos, amenazas, comentarios racistas o sexistas.  Todavía existen problemas, por supuesto, pero nuestras actitudes hacia el acoso han cambiado.

O, por lo menos, eso es lo que quería pensar.  Esta temporada electoral me ha desanimado; cuando escucho los comentarios de Trump y sus partidarios, me pregunto, ¿habré regresado a mi secundaria de los años 80? ¿No es entendido en 2016 que haya cosas que no se hace, que no se dice?  Parece que no; Trump y los más extremos de sus partidarios han demostrado eso.  Pero por horribles que sean, realmente no son ellos los que me preocupan más.  Los políticos y la gente que saben que lo que dice Trump es inaceptable pero que continúan apoyándolo son los que permiten que él siga envenenando nuestro país con su odio.  Saben que él es un bravucón y que su retórica daña nuestra sociedad, pero, como el director de mi secundaria, se sienten intimidados.

Pero si hay los que facilitan el abuso de los matones con su falta de oposición, también hay los que hacen frente a los matones.  Y su ejemplo valiente puede hacer una diferencia—y puede también crear un punto de inflexión en un ámbito en que se ha tolerado la intimidación.  Cuando alguien se atreva a enfrentar a un bravucón, otros se animan a hacerlo también.  En la Convención Nacional Demócrata, personas de varios grupos que han sido las victimas de Trump—musulmanes como Khizr y Ghazala Khan (cuya influencia examinamos en la entrada previa), personas indocumentadas, los de grupos marginados por su orientación sexual o identidad de género—desafiaron el racismo y el odio de Trump y sus partidarios.  Desde entonces, otras personas han decidido que ya no podían callarse.  Republicanos prominentes han dicho que no pueden apoyarlo, y muchos en los medios de comunicación (que antes parecía disfrutar la publicidad generada por sus comentarios extremos) lo critican.

Todavía hay muchos que continúan facilitando la intimidación de Trump, que no se oponen a su odio y abuso, pero algo ha cambiado.  Un punto de inflexión: pase lo que pase, hay los que ahora dicen que ya no van a quedarse callados.  Su valentía les anima a cada vez más gente a hacer lo correcto.  No necesitamos tolerar esta situación en nuestro ámbito público; juntos tenemos más poder que un bravucón.

Foto: Por Adda garrido (Obra propia) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)%5D, via Wikimedia Commons

Puntos de inflexión, parte 1: Madres y hermanas

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viernes, 5 de agosto, 2016

Si alguien me hubiera dicho antes de la Convención Nacional Demócrata la semana pasada que uno de los momentos más poderosos sería el discurso emocional y sincero de un inmigrante musulmán, probablemente no me habría sorprendido.  Hoy en día—y sobre todo en esta temporada electoral—los demócratas en los EEUU se ven como el partido de inclusión, en contraste con los republicanos.  Tiene sentido que presenten a oradores de grupos marginados.  Pero si se me hubiera dicho que esta oración representaría un punto de inflexión en la campaña en contra del racismo y xenofobia de Donald Trump—un momento que influiría a demócratas y a republicanos, a progresistas y a conservadores—no lo habría creído.  Después de tantos ejemplos del racismo y del odio de Trump y sus seguidores en las últimos meses—la propuesta que se prohíba la inmigración de musulmanes a los EEUU, los comentarios de Trump sobre la herencia mexicana de un juez federal, su imitación burlona de un reportero con discapacidades—muchos continuaban apoyándolo o por lo menos tolerándolo.  Yo pensaba que no había nada que pudiera hacer que se opusieran a él.

Pero el discurso de Khizr Khan, el padre de Humayun Khan, un inmigrante musulmán que murió en Irak sirviendo a su país, desató una respuesta fuerte y clara.  La mayoría de la gente se conmovió escuchando su crítica del candidato republicano, un hombre que quiere prohibir la inmigración de un grupo sólo por su religión, que no reconoce los sacrificios de las personas de razas diferentes y fes diversas en el servicio al país, que no ha sacrificado nada.

Se podría decir que lo que pasó después tenía un impacto aún más fuerte.  Reaccionando al discurso de Khan, Trump comentó que tal vez los escritores de los discursos de Hillary Clinton lo hubieran escrito, y luego decidió denigrar a su mujer, Ghazala Khan, que se había parado al lado de su esposo durante el discurso.  «Ella no tenía nada que decir», Trump se burló, o «tal vez a ella no se le permitió hablar».  La mujer respondió elocuentemente en un editorial que no había dicho nada por su dolor, por su sufrimiento cada vez que veía la foto de su hijo, proyectada durante el discurso en una pantalla grande.  Ella notó que, sin embargo, todo el mundo «sentía su dolor».  Y tenía razón.  En una campaña destacada por los ataques horribles de muchos participantes, solo unos pocos han hablado mal de esta mujer; la mayoría le han dado todo su apoyo.

En términos históricos, Ghazala Khan se une a un linaje de madres que, durante varios movimientos sociales, han enfrentado a los poderosos que querían oprimir al grupo al que ellas pertenecían.  Eran mujeres que habían perdido a sus hijos, por causas diferentes, y era imposible no conmoverse al pensar en esta tragedia más grande que una madre (o padre) podría experimentar.  Durante el movimiento para abolir la esclavitud en los EEUU, muchas mujeres afroamericanas daban sus testimonios de cómo les habían separado de sus hijos.  La imagen de una esclava arrodillada con la frase «¿No soy yo madre y hermana?» aparecía en periódicos, libros, carteles, y fichas.

Mamie Till-Mosley era otra madre cuyas acciones después de perder a su hijo representaban un punto de inflexión en el movimiento por los derechos civiles en los EEUU.  Su hijo adolescente Emmett Till fue linchado en Misisipi en 1955 por supuestamente haber coqueteado con una mujer blanca.  Mamie Till-Mosley insistió en que en que se abriera el ataúd durante el funeral de su hijo para que el mundo pudiera ver lo que le había pasado.  La foto del cuerpo desfigurado por la violencia de su asesino tenía un fuerte impacto; la decisión de su madre era muy importante para el movimiento.  Los asesinos fueron declarados inocentes, un veredicto que desencadenó críticas fuertes del sistema de «justicia» en el sur de los EEUU.  Till-Mosley continuaba su lucha en contra del racismo sistémico que había matado a su hijo.  Realizó una gira por el país con la organización NAACP (La Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color [National Association for the Advancement of Colored People]) para recaudar fondos, una de las campañas más exitosas en la historia del organización.

La pérdida de un hijo es el dolor más fuerte que una persona puede experimentar.  Hay personas que, por sus prejuicios u odio, no tienen compasión para personas de ciertos grupos que han tenido que aguantar esta tragedia—en efecto, no pueden verlas como seres humanos y así no identifican con ellos.  Pero la mayoría de nosotros no somos así.  Pensando en el sufrimiento de los Khan, nos conmovimos.  Khizr empezó la conversación, pero aún antes de que Ghazala hablara, la entendimos.  Es una madre que perdió a su hijo pero que sigue luchando en el nombre del país y de su hijo que murió por él.  Es nuestra hermana.

Comentarios de Trump sobre los Khan: http://www.cnn.com/2016/08/04/politics/2016-election-khizr-khan-donald-trump-muslim-ban/ (las traducciones son mías)

http://www.pbs.org/wgbh/amex/till/peopleevents/p_parents.html

Imagen: Lost Dutchman Rare Coins [Dominio público o CC BY-SA 3.0 us (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/us/deed.en)%5D, via Wikimedia Commons

Despertándonos en Vidor, Texas

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domingo, 31 de julio, 2016

En 1993, un juez federal ordenó que se aboliera la segregación en 170 proyectos de viviendas públicas en el este del estado de Texas, una parte de los EEUU acosado desde hace mucho tiempo por el racismo.  Mucha gente blanca del área reaccionaba negativamente, y un pueblo en particular, el pequeño Vidor, ganaba infamia nacional durante en proceso como el sitio de varias manifestaciones del Ku Klux Klan, un grupo terrorista y extremista en los EEUU que promueve la supremacía de la raza blanca y tiene una historia larga y fea de odio y violencia.  La prensa nacional descendió en este pueblito, que rápidamente se hacia el símbolo de un tipo de racismo que persistía en las ciudades pequeñas en el sur del país.

En aquel entonces, yo trabajaba en una universidad, y el tema de Vidor surgía con frecuencia en conversaciones en las que reaccionábamos con horror.  Como todos, me quedaba escandalizada por el odio y racismo; qué atrasada debe ser ese lugar; que ajeno ese ámbito a las actitudes que yo consideraba comunes y civilizadas.  Por supuesto sabía que existía racismo en los EEUU pero esto me parecía de otra época.  ¿Qué tipo de gente vive en un lugar así? me preguntaba.  Definitivamente gente muy diferente que la persona promedia en nuestro país.

Tenía la oportunidad de examinar esta presuposición cuando descubrí que, de hecho, conocía a una persona de Vidor, aunque no lo había sabido antes.  Una de mis estudiantes, una afroamericana joven, me dijo que era de Vidor, y que le molestaba mucho la manera en la que la prensa presentaba su ciudad.  Hay mucha gente buena allí, me dijo; obviamente ella no estaba negando el racismo que debía haber visto y experimentado, pero pensaba que la prensa se estaba enfocando demasiado en la historia sensacionalista de los miembros Klan, muchos de los cuales no vivía en Vidor sino había ido allí para participar en las manifestaciones.  Su perspectiva me hacía pensar no sólo en su punto sobre la gente buena cuya perspectiva no recibía atención sino también en como el enfoque de la prensa sugería que el racismo en los EEUU en 1993 era un problema obvio y aislado.  Haciendo énfasis en este racismo descarado y abierto permitía al púbico general pensar que el racismo no era un problema  generalizado.  Los racistas eran aquellas personas, personas de un lugar lejos de las ciudades grandes, personas que se podía identificar fácilmente.  No había muchos de ellos; no vivían cerca de nosotros.  Un problema triste pero pequeño; no podía afectarnos.

Pienso mucho en esta perspectiva sobre Vidor—y todos los lugares en los que ocurren actos violentos y racistas—cuando pienso en la campaña presidencial actual en los EEUU.  Casi cada día Donald Trump hace declaraciones que antes parecía impensable, llenas de racismo, sexismo, odio.  Peor aún, tiene (según las encuestas) el apoyo de casi la mitad de la población estadounidense—o por lo menos, no piensa que sus perspectivas lo descalifique  como candidato.  ¿Cómo es posible que ahora este odio parece tan generalizado cuando antes yo pensaba, como muchos, que estas actitudes sólo pertenecían a un grupo pequeño, aislado, atrasado?

La respuesta es que cuando nos enfocamos en las actitudes de gente que nos parece obviamente extremista y atrasada—los miembros del Klan en el incidente en 1993 en Vidor, por ejemplo—no vemos el racismo de la gente «respetable» y supuestamente «razonable».  Ignoramos a la gente «ordinaria» en los EEUU que todavía sostienen la supremacía de los blancos, que creen en estereotipos feos sobre otros grupos y que quieren excluir a los de otras razas.  Si pensamos que el problema es la gente en lugares como Vidor o otros pueblos supuestamente muy diferentes del resto del país, no necesitamos aceptar que el racismo todavía es muy común en los EEUU.

Esta tendencia de pensar que el racismo es problema de aquellas personas, gente de un pueblo atrasado y lejano—no de la gente razonable y respectada—permitía también que muchos en los medios de comunicación pudieran descartar las ideas de Trump hasta bastante recientemente.  Las noticias lo presentaban como un candidato sólo popular ente aquella gente ignorante, de pueblitos en medio de la nada.  Los cómicos bromeaban de cuan estúpidos y ridículos eran los partidarios de Trump—gente de otros lugares, gente que no necesitábamos tomar en serio.  Ahora sabemos que estas presuposiciones eran falsas, y peor aún que nuestra negación del racismo alrededor de nosotros ha impedido de lo enfrentáramos.  Y ahora nos amenaza, poniendo en peligro nuestro futuro.

Tenemos que admitir que un lugar como Vidor, Texas, no está tan lejos, tan diferente.  Sí, tal vez la gente allí expresa sus opiniones en una manera menos delicada, más vulgar, pero el fenómeno de Trump nos demuestra que el racismo es un problema de todo el país y ya no debemos ignorarlo.  Por medio de esta campana presidencial y su retorica fea, nos hemos despertado y nos hemos dado cuenta que, en efecto, nosotros también vivimos en Vidor, Texas.  No sólo aquella gente sino todos vivimos en el medio de este problema enorme del racismo—y tenemos la responsabilidad de enfrentarlo.

Foto: «CIMG0093.JPG» by  lordsutch (Chris Lawrence) bajo la licencia (CC BY-SA 2.0

Buscando una iglesia

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viernes, 29 de julio, 2016

Eran casi las doce del mediodía, y acabábamos de cerrar la puerta del jardín en frente de nuestra agencia benéfica, como hacemos cada día a esa hora.  Todavía había algunos clientes parados en la acera frente a la entrada, y la escena era un poco caótica.  Dos mujeres gritaban a nuestro guardia de seguridad, enojadas porque necesitaban regresar más tarde, y una tercera intentaba mediar (aunque le habíamos dicho que no era una buena idea).  Hacía calor, y todos se sentíamos estresados, cansados, listos para nuestro descanso para almorzar.

De repente, llegó una cuarta mujer, y se acercó al grupo.  Afortunadamente no quería involucrarse en la pelea; sólo quería preguntarnos dónde se ubicaba la agencia cristiana en este parte de la ciudad, la que ayudaba con ropa y comida.  Le dijimos que, de hecho, estaba en frente de ella.  La mujer respondió, sorprendida, «Yo estaba buscando una iglesia».  No, comentó mi compañera, bromeando, para encontrarnos sólo se necesita buscar el lugar donde hay gente gritando y discutiendo.

La verdad es que cuando pensamos en una iglesia normalmente no pensamos en un lugar como nuestra agencia, llena de gente desesperada, enferma de la mente, ruidosa, sucia.  Las iglesias son edificios bonitos en los que se encuentran congregantes bien vestidos y educados.  Escuchan y hablan respetuosamente, sin ofender ni molestar; no hay peleas ni crises.  Cualquiera que asista regularmente a servicios en una iglesia sabe que con frecuencia hay mucha tensión bajo la superficie—chismes, desacuerdos, resentimientos, a veces escándalos—pero nunca a la vista, nunca en la calle.

¿Pero realmente qué es la iglesia?  Pienso con frecuencia en la máxima famosa (cuyo origen no se sabe con certidumbre) que «la iglesia no es un museo de los santos, sino un hospital para los pecadores».  Jesús afirmó, «Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos.  No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (Marcos 2:17).  Según esta perspectiva, la iglesia de la visión de Jesús se parece más a nuestra agencia que a los edificios grandes y formales, llenos de gente comportándose bien, teniendo cuidado de no ofender, uniéndose con personas similares, evitando a la gente «difícil» o diferente con sus problemas y desafíos.  Nuestra misión, en contraste, representa la de la iglesia verdadera.  Dios nos ha llamado a servir al acoger a gente quebrantada y lastimada, personas que pueden ser difíciles y a veces arman escándalos.

Y tal vez nuestro servicio y nuestra misión tiene más resonancia que la iglesia como una institución tradicional y con frecuencia exclusiva.  Hoy en día se habla mucho de las razones por las cuales mucha gente en los EEUU y en otros países industrializados ha dejado de asistir a las iglesias.  Comentaristas religiosas buscan las explicaciones y lamentan que la religión organizada ha dejado de ser relevante para muchas personas.  Pero si pensamos en la iglesia como agencias como la nuestra y otros tipos de lugares en donde se acogen a gente marginada, tal vez la iglesia no es tan irrelevante.

Cuando tenemos en nuestra agencia días de servicio para voluntarios de muchos ámbitos diversos, por ejemplo, siempre asisten muchas personas que no van regularmente a la iglesia y gente que no tiene ninguna tradición religiosa.  Algunos aprenden de nuestros esfuerzos de un anuncio sobre uno de nuestros proyectos; otros son antiguos clientes que quieren regresar para ayudarnos.  A veces llega alguien que nos ve de la calle y entra para averiguar que estamos haciendo.  Quieren ayudar a los demás y buscan experiencias significativas—se podría decir que, en el sentido general, buscan una iglesia, aunque no lo describirían así porque, como la mujer que llegó a nuestra agencia, tienen una imagen diferente, de una institución formal.  Espero que encuentren nuestro Salvador, no en el medio de un grupo de gente «respetable» y decorosa sino en el medio del ruido y emoción de nuestro servicio.

Esto, para mí, es la iglesia, un lugar de gritos y personas en crisis, un ámbito a veces caótico y lleno de gente ruidosa, emotiva, poco presentable.  Un lugar en donde los quebrantados, los pecadores, los marginados, y los olvidados pueden expresarse sin juicios y recibir ayuda y amor.  La mujer que llegó a nuestra agencia diciendo que buscaba una iglesia pensaba que estaba en el lugar equivocado, pero no lo era.  La había encontrada.

Foto: freeimages.com/H Assaf

 

¿Bienvenidos a la biblioteca?

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domingo, 24 de julio, 2016

Voy a la biblioteca con frecuencia—la central además de las sucursales en varios vecindarios cerca de mi casa—y no es nada raro que vea allí a algunos de los clientes de la agencia benéfica en la que trabajo.  Están leyendo, usando las computadoras, caminando entre los estantes de libros, sentados haciendo nada, durmiendo en una silla.  (Este último es más raro; más sobre esto a continuación.)  A veces los con enfermedades mentales les ocasionan problemas a los bibliotecarios o a otros usuarios—gritan o hacen ruido, no siguen las reglas—pero normalmente están haciendo lo mismo que todos los demás, aunque huelan mal o lleven ropa sucia.  Si no me ven o no me reconocen, normalmente no les saludo por respeto a su privacidad, pero con frecuencia me saludan y conversamos.

Esto, me imagino, no va a sorprender a cualquiera que haya pasado tiempo en las bibliotecas públicas en las ciudades grandes de los EEUU.  Se ve a mucha gente pobre, sobre todo los sin hogar, en estos lugares—y me parece totalmente comprensible.  La verdad es que me encantan las bibliotecas, y siempre las he visto como refugios para los que no encajan con los demás.  En el pueblo pequeño en el que crecí, donde me juzgaban por ser diferente («rara») y tenía dificultades haciendo amigos, me escondí en la biblioteca regularmente, sintiéndome libre para ser tal como era.  No pretendo insinuar que mi situación en un ámbito del privilegio de la clase media fuera de ninguna manera como las de mis clientes, pero la experiencia me dejaba con el sentido de que todos deberían ser bienvenidos a la biblioteca.

Sin embargo, hay los que no están de acuerdo.  En las ciudades grandes como la mía, se ha presenciado un aumento en el uso de los servicios y los espacios de las bibliotecas públicas por gente sin hogar, y esto hace que muchos se sientan incómodos.  No los juzgo; la mayoría no tiene mucha interacción con los sin techo, cuyas apariencias o estados mentales pueden causar inquietud.  Incluso para nosotros que trabajamos con gente que vive en la calle es difícil reaccionar cómodamente a veces, sobre todo fuera de las organizaciones en las que servimos.   Pero es una cosa decir que puede ser una situación incómoda para usuarios, y otro muy diferente excluir a los sin hogar, como han hecho algunas ciudades y bibliotecas.

En mi ciudad, por ejemplo, como en muchas otras, hay reglas que limitan el tamaño o número de mochilas y bolsas que pueden llevar un usuario dentro de la biblioteca.  Pero mis clientes que viven en la calle o en un refugio no tienen ningún lugar para almacenar sus posesiones, y no hay taquillas en nuestra biblioteca.  También no se permite dormir en nuestras bibliotecas, y muchos clientes me dicen que les han echado por dormir en las sillas o sofás.  Sé que esta regla es bastante común en otras ciudades, pero no se aplica a todos; cualquiera que pase mucho tiempo en una biblioteca sabe que se ve a mucha gente que se duerme mientras lee.  (¿A quién no le ha pasado?)  Pero parece que no hay problema cuando una persona bien vestida y limpia, como yo, se queda dormida.

Algunos bibliotecarios dicen que reciben quejas de usuarios que sostienen que las personas sin hogar no pagan los impuestos que apoyan las bibliotecas.  De hecho, es bastante común leer este argumento en Internet.  Esto no sólo es falso en muchos casos—en varios estados, las bibliotecas son financiados a través de impuestos sobre ventas además de sobre propiedad—sino también va en contra de lo que significa una institución pública.  Las escuelas públicas, por ejemplo, educan a estudiantes sin hogar aunque sus padres no pagan impuestos sobre propiedad.

En algunas ciudades, afortunadamente, las bibliotecas públicas han reaccionado ante el aumento de los usuarios sin techo de una manera compasiva y positiva.  Algunos han contratado a trabajadores sociales para ayudar a esta población y tienen una política de tratar a todos con respeto.  Pero las reglas en muchos lugares y las experiencias que escuchamos los que trabajamos con los sin techo demuestran que muchas bibliotecas públicas excluyen a algunos miembros del público, en muchos casos los que no pueden acceder a sus servicios de otras maneras.  A pesar de las dificultades, a pesar de los desafíos, nuestras bibliotecas públicas deberían decirles a todos—desde la adolescente mal adaptada en un pueblo de la clase media hasta un hombre sin hogar en una ciudad grande—que son bienvenidos.

Foto: Por Stones15woon (Obra propia) [CC BY-SA 3.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0) or GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html)%5D, vía Wikimedia Commons

http://www.salon.com/2013/03/07/public_libraries_the_new_homeless_shelters_partner/

«Ningún lugar adonde ir»

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jueves, 21 de julio, 2016

Es una frase que escuchamos muy a menudo en nuestra agencia benéfica.  A veces, cuando le decimos a un cliente que va a tener que esperar para servicios, nos responde: «No hay problema; no tengo ningún lugar adonde ir».  En otras ocasiones, hay clientes que tienen mucha prisa, y alguien entre los voluntarios o personal comenta, «No es como si tuviera adonde ir».  Obviamente las dos interacciones tienen un tenor muy diferente: en la primera, el cliente está siendo amable, y yo por lo menos aprecio su impulso de tranquilizarme.  En la segunda, el trabajador normalmente está frustrado con lo que percibe como una «actitud inapropiada»: está persona me está pidiendo ayuda, piensa, ¿qué derecho tiene de apurarme?  En los dos casos, sin embargo, los que trabajan con los pobres suelen hacer suposiciones basadas en prejuicios y percepciones negativas hacia los necesitados.

Cuando clientes nos dicen que no tienen ningún lugar adonde ir, generalmente no nos molesta; es un alivio enorme no tener que anticipar reacciones enojadas y peleas con otros clientes por su lugar en la fila de los esperando servicios.  Pero hay momentos en que algunos trabajadores se frustran al ver a clientes sentados en los bancos en nuestro jardín, sin nada más que hacer en ese momento.  La nuestra es una sociedad que valora la ambición, tener los objetivos de la vida, avanzar.  ¿Esta persona no tiene metas, no quiere mejorarse lo que nos parece una vida muy deficiente?  Pensamos en la pereza, en la falta de interés en hacer algo productivo, en la pérdida del poco tiempo que tenemos en la vida.

Hay varios problemas con esta manera de pensar.  Primero, hay contradicciones entre las maneras de la que hablamos de los ricos y los pobres que parecen contentos con ser en un momento dado, sin algo específico que hacer.  Para los ricos, esa actitud es positiva; «están viviendo en el momento», apreciando lo que está a su alrededor y interactuando con los demás sin prisa.  Los pobres en esta posición, en contraste, se ven como vagos, personas que deberían estar haciendo algo útil.  ¿Pero no es positivo que una persona pobre disfrute de los en su entorno?  Por supuesto que sí, y sin embargo tenemos un doble rasero cuando se trata de los pobres y los ricos.  Además, ¿por qué presumimos que alguien que parece contento en el momento «no hace nada»?  ¿No es escuchar a otra persona o esperar una cita con paciencia «haciendo algo»?  Es la verdad que no tiene un beneficio económico, pero es algo importante y valioso.  Entendemos esto cuando pensamos en los ricos aunque no cuando se trata de los pobres.

¿Pero qué significa cuando, en contraste, una persona pobre parece tener prisa y nos ponemos fastidiados, presumiendo que no tiene derecho de estar impaciente porque no tiene adonde ir?  Esto también demuestra nuestros prejuicios en contra de los pobres.  Suponemos que sus vidas no tienen las mismas exigencias que las nuestras: citas con doctores, hijos que necesitan llegar a la escuela a una hora en un momento determinado.  De hecho, muchos de nuestros clientes no sólo tienen lugares importantes adonde ir sino también sufren más que personas privilegiadas cuando no llegan a tiempo.  En sus trabajos mal pagados, con frecuencia hay consecuencias severas por tardanza; clínicas públicas suelen ser menos indulgentes con sus pacientes que los consultorios de doctores privados.  Nuestros clientes recién salidos de la cárcel tienen oficiales de libertad condicional; los con adicciones con frecuencia tienen consejeros o participan en programas obligatorios.  Faltar a estas obligaciones puede costarles su libertad.

«Ningún lugar adonde ir»: normalmente pensamos que suena negativo.  Pero en el contexto de servir, hay que cuestionar las presuposiciones que tenemos sobre objetivos y propósito.  Incluso se podría decir que para los servidores, nosotros que ayudamos a los necesitados, puede servir como un propósito en sí mismo.  Estoy aquí en este momento para ayudar, servir, escuchar, y mientras trabajo sólo me enfoco en este lugar.  No tengo adonde ir—ningún otro lugar en el que preferiría estar.

Foto: Ian Paterson [CC BY-SA 2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0)%5D, vía Wikimedia Commons

Motivaciones para el voluntariado, parte 2: ¿«Razones equivocadas»?

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domingo, 17 de julio, 2016

Como exploramos en la entrada anterior, aunque se pueda decir que un voluntario debería tener buenas razones para servir, es muy difícil aclarar cómo se definiría estas «razones correctas».  Pero si es así, hay «razones equivocadas»?  Para alguien que ha servido por mucho tiempo como voluntario, como yo, es un asunto muy delicado.  Necesitamos tener mucho cuidado con evaluar las motivaciones de los demás y evitar compararlas a algún estándar.  Al mismo tiempo, en algunos casos—en mi experiencia, una minoría—hay voluntarios cuyas motivaciones son tan problemáticas que podríamos llamarlas «equivocadas».

Para nosotros que servimos en un equipo como voluntarios, es muy tentador juzgar las motivaciones de los demás.   Normalmente, pensamos que nuestras propias razones son las «correctas» y evaluamos las de otros según este estándar.  He escuchado comentarios, por ejemplo, de voluntarios que piensan que otros no tienen los motivos correctos porque no hablan de motivaciones religiosas.  Por otro lado, hay voluntarios que juzgan a los que hablan mucho de sus motivos cristianos como imprácticos.  ¿No deberían enfocarse primero en darles comida y luego hablar de Jesucristo?   Obviamente, esto es algo que necesita decir cualquier persona individuamente, y nos metemos en problemas al juzgar a nuestros colegas.

Incluso nuestras motivaciones a veces dependen de una visión diferente de servir.  Mi perspectiva se basa en mis conclusiones y creencias individuas, a la que he llegado por medio de mis experiencias propias (como mis lectores saben).  Entiendo que no todos estarían de acuerdo conmigo, y debo servir guiada por mis razones sin requerir que mis colegas las adopten.  Por ejemplo, no pienso específicamente en «cambiar» las vidas de mis clientes.  Quiero ayudarlos a encontrar alivio y compasión y, cuando puedo, luchar para que puedan vivir en una sociedad más justa.  No creo que hayamos fallado si nuestros clientes regresan por los mismos servicios regularmente, si no remodelan sus vidas totalmente.  Intento aceptar a mis clientes tal como son, dejándoles decidir qué quieren en el futuro.  Otros tienen una perspectiva diferente.  Piensan que si alguien nos pide ayuda, tenemos la responsabilidad de aconsejarlos sobre lo que nos parece mejor.  Además, su motivación es hacer que no necesiten más ayuda, que se hagan autosuficientes.  ¿Es una de estas motivaciones más «correcta»?  Sólo para la persona que la tiene.

De todos modos, en la práctica, por lo general tener motivaciones diferentes no impide que dos voluntarios se lleven bien y trabajen bien juntos.  La verdad es que, al menos en nuestra agencia, normalmente estamos demasiado ocupados para diseccionar nuestras propias razones para servir, por no mencionar las de nuestros compañeros.  A veces, cuando hablo en un momento raro de calma con un colega con el que he trabajado por mucho tiempo, sus motivaciones me sorprenden porque son inesperadas o muy diferentes que las mías.  Y entonces pienso: qué interesante que yo no supiera esto antes—y que no haya afectado en lo más mínimo nuestro trabajo juntos.

Pero si es tan problemático juzgar las motivaciones de otros voluntarios, ¿hay «razones equivocadas» para servir?  Yo diría que nuestras motivaciones son «incorrectas» sólo cuando afectan nuestro trabajo o impiden nuestra misión.  Como somos una organización cristiana, muchos de nosotros queremos difundir la Buena Noticia sobre Jesucristo, pero a veces un voluntario favorece a los clientes cristianos, lo cual va en contra de nuestra misión de ayudar a todos sin discriminar por motivos de creencias religiosas.  También es muy común que los voluntarios quieran sentirse útiles y tener un impacto en su comunidad, pero he conocido a algunos que querían dirigir los trabajos de los demás o dar órdenes.

En estos casos extremos, por supuesto, la relación entre voluntario y la organización no funciona.  En el caso de nuestra agencia, a veces un director necesita pedir que un voluntario no continúe trabajando con nosotros.  Más a menudo, una persona que tiene motivaciones que están en conflicto con nuestra misión decide irse por su propia voluntad.  Por lo general el tema de «razones equivocadas» es irrelevante.  No deberíamos invertir tiempo ni energía en chismear y juzgar.  Hay trabajo que hacer.

Foto: Chris Downer [CC BY-SA 2.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/2.0)%5D, vía Wikimedia Commons