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viernes, 2 de septiembre, 2016

Hace más de treinta años, se le despidió en mi secundaria a un entrenador de uno de los equipos deportivos, un hombre que también trabajaba como profesor y que, como otros maestros, complementaba sus sueldos modestos trabajando en el programa atlético.  Unos padres se habían quejado de él, y aunque los otros entrenadores en la escuela lo apoyaron públicamente, el distrito decidió escuchar a los padres poderosos y adinerados de nuestra ciudad en vez de a sus colegas.  Después de su despido, otros entrenadores renunciaron en solidaridad con él, convencidos de que le habían tratado injustamente.

He pensado mucho en estos entrenadores recientemente, pues me he encontrado en una posición similar y totalmente inesperada.  Trabajé por diez años como voluntaria en la misma agencia benéfica, y he desarrollado muchas amistades con los otros voluntarios, el personal, y sobre todo con muchos clientes.  Siempre me ha dado gusto recordar los nombres de clientes después de verlos regularmente y aprender detalles de sus vidas para poder conversar con ellos personalmente.  ¿Cómo te fue en la entrevista de trabajo?  ¿Tu mamá todavía sigue en el hospital?  Siempre pensaba que trabajaría allí hasta que ya no pudiera por razones de salud; la experiencia era una parte central de mi vida.

Pero después de que la administración de la agencia tomó una decisión que no pude apoyar y despidió a uno de mis colegas, no pude más.  Intenté protestar—escribí una carta defendiendo a mi colega y indicando que era indispensable para nuestra organización—pero la decisión ya se había tomado.  Y como los entrenadores en mi secundaria, sentí la necesidad de ponerme en solidaridad con él y renunciar.  Ha sido una de las decisiones más difíciles y más claras de mi vida.  Lo supe inmediatamente; tuve que hacerlo.  La mayoría de los voluntarios no están de acuerdo con el despido de nuestro colega, y otros pocos han decidido renunciar también.  Otros quieren continuar, a pesar de su oposición.  Respecto las decisiones de cada uno; pero en mi caso, sé que necesité renunciar.

Ahora entiendo como esos entrenadores de mi pasado se deben haber sentido.  Y puedo imaginar las dudas que tenían.  Como yo, deben haber tenido preocupaciones que no significaban que quisieran hacer algo diferente sino que surgieron de una tristeza enorme, un sentido de pérdida y dolor.  Primariamente, hay el asunto de mis clientes.  Los amo; los quiero servir.  Y de hecho, otros voluntarios me han dicho que es por ellos que van a quedarse.  Me imagino que los entrenadores tampoco querían abandonar a los estudiantes en sus equipos.  Pero probablemente ellos, como yo, no podían continuar en un entorno triste y pesado; probablemente sentía, como yo, que ya no podrían dar lo mejor en ese ámbito.

Y si me quedara, haría mi trabajo, pero no sería lo mismo—y no sólo por la ausencia de un colega que admiraba y que me apoyaba.  Lo haría con una falta de confianza en los que tienen el poder de toman las decisiones que nos afectan; me sentiría cínica.  Me necesitaría decir, sí, no es justo, pero así es el mundo; los que tienen poder controlan a los demás y no hay nada que hacer.  Muchos dirían que esto es la verdad, pero mi servicio siempre ha sido una protesta en contra de la aceptación de esta idea.  Si yo no creyera en el poder de ponerme al lado de los indefensos, no habría escogido este trabajo—o, mejor dicho, no habría respondido cuando el Señor me llamó a hacerlo.  Si no rechazara el cinismo, no podría servir como cristiana.

Sé que Dios me va a llamar a otro puesto, y voy a estar esperando a que me guie.  Los diez años de servir en ese lugar me han cambiado, pero ahora me toca entender que es la hora de cambiar otra vez.  Estoy nerviosa y tengo dudas.  ¿Adónde me va a mandar? ¿Cómo voy a poder aprender nuevas políticas y desarrollar relaciones con nuevas personas?  No tengo las respuestas; pero el Señor sí.

Foto: Zachary Staines vía Unsplash

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